Imágenes míticas de Dios


En la nueva mentalidad, un Dios separado lleva necesariamente, o bien al deísmo puro y duro del «dios arquitecto o relojero», que se desentiende de su creación, o bien a una especie de deísmo intervencionista, es decir, a la imagen de un Dios que mora en el cielo, donde no está totalmente pasivo, puesto que interviene de vez en cuando, pero al que, por eso, hay que tratar de acercarse mediante el rito, el recuerdo o la invocación, e intentar mover o convencer mediante la petición, la ofrenda o el sacrificio.

(Andrés T. Queiruga – Fin del cristianismo premoderno)

En la Biblia encontramos muchas y muy diferentes imágenes de Dios. La imagen a la que tiende la nueva teología, a partir de aquella que presenta el Jesús de los Evangelios, es la de un Dios que crea por amor, y por amor redime y sustenta su creación. Un Dios que, “aunque mi padre y mi madre me dejaran, con todo, él me recogerá” (Sal. 27:10); que sus misericordias son nuevas cada mañana (Lamentaciones 3:22-23); que como la gallina cobija a sus polluelos, así Dios está –ha estado– siempre queriéndonos proteger, en el decir de Jesús (Mateo 23:27); y como el padre de la parábola del hijo pródigo, Dios está siempre mirando el camino por donde habremos de regresar de vuelta a casa, sin palabras de reproche y sin juicios. Esta debe de ser la imagen más auténtica, más genuina del Dios creador, sin olvidar nunca que es un lenguaje antropomórfico. No obstante de este lenguaje simbólico, se colige de ello que, según Jesús, Dios apuesta incondicionalmente por sus criaturas, por todas sus criaturas, sean de oriente o de occidente, del norte o del sur, no importa a cual educación religiosa o cultura pertenezca, porque todas las almas son suyas. Esta es también la imagen de Dios que tenía el autor del libro de Jonás, que fue una obra crítica y teológica que cuestionaba el etnocentrismo judío en los días del escritor (Jonás no fue una persona histórica):“¿no tendré yo piedad de Nínive, aquella gran ciudad donde hay más de ciento veinte mil personas que no saben discernir entre su mano derecha y su mano izquierda, y muchos animales?” (Jonás 4:11). Una apuesta incondicional de Dios no en razón de las peticiones de unos creyentes particulares, y solo para estos creyentes, sino para toda su creación, sin acepción de personas, por su libérrima bondad, pues este Dios de Jesús “hace salir su sol sobre malos y buenos, y hace llover sobre justos e injustos” (Mateo 5:45). Y todo esto sin que se lo pidamos, porque apostar por su creación es su naturaleza.

Un dios problemático

Dicho lo anterior, hay que decir también que encontramos, muchas veces, imágenes de un dios inaceptable, arbitrario, injusto… en la Escritura. ¡Son imágenes míticas!

El biblicismo (literalismo bíblico), por su propia idiosincrasia teológica, tiene dificultad para reconocer que la Biblia albergue alguna imagen mítica de Dios. Por ello, cuando las acciones de este Dios no se corresponden con algunos de sus atributos (bondad, justicia, imparcialidad…), como es matar sin distinción a todos los primogénitos de un país (Egipto – Éxodo 12); asesinar a los niños, las mujeres y los ancianos en los genocidios llevados a cabo durante la conquista de la “tierra prometida” (Josué 6-12), etc., se suele aludir a algo tan recurrente e inaudito como que “Dios tiene un plan que nosotros ahora no conocemos”. Esto en el mejor de los casos, en otros se objetará que ¿quiénes somos nosotros para juzgar a Dios, que es soberano? Esta era la salida del apóstol Pablo cuando argumentaba sobre la soberanía de Dios en el sentido de la “elección” en el problemático capítulo 9 de Romanos. Pero un “plan” que empieza por el sufrimiento y la muerte deliberada de tantos inocentes no puede ser un plan de un Dios bueno, justo e imparcial. Porque dicho sufrimiento y muerte no es accidental, o natural, sino el resultado de un “mandato suyo” o de una acción deliberadamente “divina”. Un Dios que nos impone en sus mandamientos un código ético no puede él mismo actuar al margen y en contra de la ética de ese código. Su soberanía no justifica nada que pueda cuestionar su justicia y su imparcialidad. Las acciones arbitrarias e injustas antes citadas solo encuentran un parangón en los dioses de las mitologías. Por ello, esta imagen de Dios es mítica, le guste o no al biblicismo. Es más, aunque otorguemos a estos textos un carácter mítico, Dios no queda a salvo de la arbitrariedad y la parcialidad, porque esa imagen mítica le está representando, luego habrá que hacer otra lectura de tales textos además de revisar el concepto de “inspiración” que le atribuimos.

El problema

¿Por qué resulta difícil de aceptar que la Biblia tenga imágenes míticas y legendarias de Dios? Entre otras, por dos muy simples: ¡porque necesitamos imágenes antropomórficas de Dios, y porque en el lenguaje hemos naturalizado y socializado el imaginario mítico del mundo y del cosmos! Una vez naturalizado este imaginario mítico del mundo y del cosmos, y asumido el antropomorfismo divino, ya no percibimos que la imagen que tenemos de Dios sea también mítica. En este imaginario religioso, precientífico, seguimos concibiendo a un Dios “afuera”, por encima del cielo, pero que interviene de vez en cuando en este mundo. Seguimos hablando, por ejemplo, de “ir al cielo”, “está en el cielo”, etc. Y ese “cielo” se corresponde con el piso de “arriba” del huevo cósmico mítico de las tres moradas (el cielo, la tierra y el inframundo). En la figura de este huevo cósmico el cielo está “arriba”, y la línea que une ese cielo con la tierra tiene una y única dirección vertical, porque desde aquel paradigma precientífico y mítico se concebía la Tierra como un disco plano. Por ello, tanto el imaginario religioso acerca del “cielo” como el imaginario religioso sobre el Dios que “lo habita”, son imágenes míticas. Dios, lo que quiera que sea, no habita en ningún cielo –¡que lo limitaría!– porque tal cielo no existe: ¡es mítico! El lenguaje antropomórfico que los autores de la Biblia usan para referirse a Dios es simbólico y mítico (¡porque no hay otra forma de hablar de Él!).

El Dios que mata a todos los primogénitos de un país por culpa de su gobernante (Éxodo 12); que ordena a un padre que sacrifique a su hijo para probar su obediencia (Abraham-Isaac – Génesis 22); que aniquila a un centenar de personas con “fuego del cielo” para legitimar la identidad de su profeta (Elías y Ococías – 2Reyes 1); que ordena matar a niños, mujeres y ancianos para otorgar su latifundio al “pueblo elegido” (Josué 6-12); que permite la ruina material y moral de una familia simplemente para probar la fidelidad que el patriarca le profesa (Job); y un largo etcétera, es más propio de los dioses de las mitologías, que eran arbitrarios, crueles e injustos. La imagen de Dios que mostró Jesús de Nazaret es muy diferente de la imagen de este dios, que es mítica y legendaria. El lector cristiano nos objetará diciendo: ¡Pero todo eso está en la Biblia, que es inspirada e inerrante!

El conocimiento que tenemos del mundo y de la realidad interpela a la Biblia

En efecto, dichos relatos están en la Biblia. Pero el hecho de que estén en la Biblia no significa que sean ni siquiera históricos. Son relatos escritos varios siglos después en un contexto político y social adecuado y con un propósito específico, lejos de la historia científica moderna. La importancia de las historias que los autores narran no radica en su historicidad y veracidad, sino en su valor pedagógico y catequético dirigido a un pueblo que está cuestionando su historia y su identidad, sobre todo después de haber sufrido una gran derrota militar a manos de un país enemigo y apoyado por un dios extranjero, además de un largo cautiverio. La naturaleza de los relatos en sí, su estilo, la apelación al sentido mítico, la despreocupación por la coherencia literaria, nos llevan a la conclusión de que debemos leerlos desde categorías diferentes a la que corresponde a la literatura moderna. Las plagas que relata el autor del libro de Éxodo es un ejemplo. ¿No es significativo que los sacerdotes egipcios emulen los portentosos milagros que ejecuta Moisés por el poder de Dios? [“Y los hechiceros de Egipto hicieron lo mismo con sus encantamientos; y el corazón de Faraón se endureció, y no los escuchó; como Jehová lo había dicho” – Éxodo 7:22]. ¿Y cómo es posible que después de haber matado a todos los animales de los egipcios en la quinta plaga (Éxodo 9:3-6), aún queden animales egipcios que puedan morir en la séptima (Éxodo 9:17-19)? Obviamente, estas peripecias que relata el libro de Éxodo no sucedieron como las cuenta, aunque contenga secuelas históricas. Pero el relato más controvertido es el de la última plaga, la de la muerte de los primogénitos. La importancia del relato de esta décima plaga parece radicar en su significación fundante, es decir, para explicar la fiesta de la Pascua, coincidente con una fiesta agrícola cananea. [1] ¿Pero cómo catalogar esta plaga en la cual Dios mata a todos los primogénitos de un país, incluidos los primogénitos de los animales, por culpa del soberano que lo gobierna? [“Y aconteció que a la media noche Jehová hirió a todo primogénito en la tierra de Egipto, desde el primogénito de Faraón que se sentaba sobre su trono hasta el primogénito del cautivo que estaba en la cárcel, y todo primogénito de los animales” – Éxodo 12:29].

Estos relatos bíblicos aludidos (¡son muchísimos más!), que exhiben una imagen legendaria de Dios, nos abocan a hacer una seria y profunda reflexión acerca de la naturaleza literaria de la Biblia en su totalidad y, de paso, un análisis de la fundamentación religiosa donde está arraigada la teología de la Biblia. Porque dicha teología está basada sobre esas imágenes míticas de Dios. Por ello, el literalismo es teológicamente tóxico porque tergiversa aquella otra imagen de Dios de la que fue portador Jesús de Nazaret (que debe ser la piedra filosofal de cualquier exégesis bíblica). Jesús tomó distancia de esas imágenes míticas y legendarias de los relatos bíblicos (la petición de enviar “fuego del cielo” – Luc. 9:51-56 y el intento de lapidar a la mujer acusada de adulterio – Juan 8:1-11, son dos botones de muestra). Y se hubiera alejado también de algunas imágenes de Dios existentes en las escrituras cristianas. El relato del juicio sumarísimo de Ananías y Safira – Hechos 5:1-11, por ejemplo. Este suceso no se corresponde con la actitud del Nazareno.

Por eso, cuando se revisa sobre qué imagen de Dios se fundamenta la teología bíblica (literalista), caemos en la cuenta de que un nuevo cristianismo es posible.[2] La Biblia como tal (conjunto de libros narrativos con estilos diferentes) cuenta con su propia historia en el tiempo. El desarrollo teológico que hallamos en la Biblia no bajó del cielo (aunque aceptemos la “inspiración”), ni se desarrolló al margen de su propio paradigma histórico, cultural y religioso, sino que dicho paradigma condicionó su teología; luego es posible y legítimo explorar nuevas proposiciones teológicas y hermenéuticas. Algunos teólogos y biblistas (citados algunos en nota a pie de página) están convencidos de que esta reflexión no solo es posible, sino una necesidad llevarla a cabo en el cristianismo del siglo XXI.

Emilio Lospitao

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[1] Diccionario Teológico del Nuevo Testamento, Vol. II. Lothar Coenen-Erich Beyreuther-Hans Bietenhard. Sígueme. 3ªEdición. Fiestas.

[2] Entre otros títulos y autores: “Un nuevo cristianismo es posible”, Roger Lenaers. “Fin del cristianismo premoderno”, Andrés T. Queiruga. “Un nuevo cristianismo para un mundo nuevo”, John Shelby Spong. “Repensar la cristología”, Andrés T. Queiruga. “Sincero para con Dios”, John A.T. Robinson. Etc.

Autor: elospitao

Inquietud intelectual desde niño