Empirismo y creencias


Nos guste o no nos guste la única realidad que vivimos, sentimos y vemos es la realidad física. Esto no significa que estemos negando alguna otra realidad, que la hay, o, al menos, la intuimos. Esto ha sido así desde los tiempos del homo sapiens. Por ello, durante el tránsito de los mitos a la filosofía griega (primeros pasos de la ciencia), los filósofos se dividieron entre monistas y dualistas. Los primeros se atuvieron a la naturaleza observable y verificable (la materia); la lista de sus postulantes es larga, desde Tales de Mileto en la antigüedad hasta Karl Marx en la edad moderna. Los segundos percibieron que había algo más, transcendente, divino o casi divino; también es larga la lista, con Platón a la cabeza (con sus dos mundos) que prácticamente conforma la esencia de todas las religiones y parte de la filosofía. Este forcejeo dialéctico, si se puede llamar así, viene durando desde entonces.

La cuestión esencial es que la filosofía – tanto la monista como la dualista– dio un paso irreversible hacia adelante y nos trajo lo que hoy llamamos “ciencia moderna” o experimental. Pero hasta el siglo XVI, con el cambio de paradigma que supuso el paso del geocentrismo aristotélico/ptolemaico al heliocentrismo copernicano, y especialmente hasta el siglo XVII, la ciencia propiamente dicha tuvo que superar su noche oscura. La luz vino progresivamente descubrimiento tras descubrimiento en todos los campos del saber humano.

EMPIRISMO

Todo lo que hoy sabemos del mundo físico se lo debemos a la ciencia experimental. Es cierto que en muchos aspectos esto que sabemos es “provisional” todavía, como no podía ser de otra manera, pero lo que sabemos es “científico”, es decir, verificable. Si no fuera verificable no sería “científico”. Esta es la diferencia entre lo “físico” y lo “metafísico” (lo que está más allá de lo físico). La ciencia se encarga de enunciar lo que puede investigar desde su método epistemológico. Lo que está fuera de su epistemología pertenece a la metafísica, de lo cual se encarga bien la filosofía o la teología. Pero son campos ontológicos diferentes. Por eso la ciencia no puede afirmar ni negar nada que pertenezca al ámbito metafísico, que es el que corresponde a la fe y a la religión, es decir, a las “creencias”. Si esto no se tiene claro, toda discusión se convertirá en un diálogo de besugos. Muchas controversias, incluso entre teólogos y científicos, tienen su raíz en este galimatías.

En la raíz de este galimatías se encuentra el “concordismo” bíblico/científico. Es decir, el intento de buscar una concordancia entre lo que ha afirmado la ciencia y lo que dice la Biblia. Hay quienes fuerzan a la Biblia para hacer que diga lo que ella no pretende decir. La ciencia de verdad –cuya epistemología se ciñe a lo físico y falsable– no puede afirmar ni negar lo que de metafísico tiene la Biblia (la creación en sí mismo, su fin, la trascendencia del ser humano, la moral, el bien, el mal, etc.). Por su lado, la Biblia no puede decir –no pretende decir– el “cómo” de las cosas: cómo se originó el mundo, cómo se originó la vida, cómo ha sido el desarrollo y la evolución de la vida en su amplia manifestación en nuestro planeta, etc. La Biblia no es un libro de ciencia. No tiene ninguna información científica porque ese no era el propósito ni las posibilidades de sus autores. Sí es el cometido y el propósito de la ciencia ofrecernos esa información. Decir que la Biblia ya nos ofrece dicha información es forzarla a decir lo que no dice y descontextualizar sus enunciados. Esto lo verificamos cuando la Biblia habla directa o indirectamente en asuntos cosmológicos, que emite conceptos erróneos de la época de sus autores.

Evolucionismo vs creacionismo

Desde hace décadas existe una cruzada en los Estados Unidos de Norteamérica sobre “creacionismo versus evolucionismo”. Los extremos ideológicos se tocan. Esto ocurre con estos dos “ismos”. Por un lado está el movimiento cristiano creacionista denominado de la Tierra Joven, que cree –siguiendo literalmente el libro del Génesis– que Dios creó el mundo hace seis mil años en seis días de 24 horas, y que las especies del reino animal que hoy contemplamos son exactamente las que Dios creó al principio (a esto se le llama “fijismo”). Por el otro lado está el movimiento evolucionista materialista que, apoyándose en dicha teoría, no solo afirma que todo vino a ser por un proceso evolutivo, sino que niega que exista algún Dios. Una cruzada estéril en la que ninguno de los dos bandos caen en la cuenta de que Ciencia y Religión parten de metodologías distintas y contrapuestas de investigación. La Biblia no es un libro de ciencia (valor que le otorgan los creacionistas) y no pretende, por lo tanto, explicar el “cómo” de las cosas. La Ciencia, por su lado, no puede –ni pretende– afirmar ni negar las realidades transcendentes. No es ese su cometido ni su campo de investigación.

Pero no todos los evolucionistas son ateos como muestra el hecho de que muchos científicos son creyentes de cualquier religión; estos piensan que el concepto científico de evolución biológica no se opone a la noción cristiana de creación. Contrario al “fijismo” creacionista, Carlos A. Marmelada, Profesor de Filosofía, y Licenciado en Filosofía y Ciencias de la Educación por la Universidad de Barcelona, dice que “el concepto biológico de evolución hace referencia al dinamismo real que se da en la historia de la vida y que se expresa a través de un despliegue que se lleva a cabo en el tiempo, siendo la teoría de la evolución la explicación científica de ese hecho”[1]. Con lo que no es compatible la evolución biológica es con el biblicismo literalista de la creación hace seis mil años en seis días de 24 hora, por supuesto.

Fernando Sols, catedrático de Física de la Materia Condensada en la Universidad Complutense, y Doctor en Física en la Universidad Autónoma de Madrid, por su parte, dice que “la evidencia científica a favor de la continuidad histórica y el parentesco genético de las diversas especies biológicas es abrumadora, comparable a la seguridad que tenemos de la validez de la teoría atómica o la esfericidad de la Tierra. Este nivel de confianza se ha alcanzado gracias a la adquisición y comprensión de una gran cantidad de información obtenida a partir del registro fósil y de los avances en genética molecular.”[2] Esto lo dice respecto a la naturaleza en su totalidad. El hombre, en principio, y biológicamente, es una parte más de dicha naturaleza. Cualquier otra cualidad, o realidad, impuesta al ser humano, no le corresponde a la ciencia afirmarlo, sino a la filosofía y, particularmente, a la teología, o sea, a la religión. Esto significa que esa otra cualidad transcendente pertenece a la “creencia”. ¿Hay motivos para creer que esa otra cualidad es real? ¡Sí!

Francis Collins, genetista estadounidense, conocido por haber dirigido el Proyecto Genoma Humano, premiado con el Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica en el 2001, y autor del libro “¿Cómo habla Dios? La evidencia científica de la fe” afirma la evolución teísta o creación evolutiva. La evolución, para estos científicos cristianos, no se opone a la fe ni está en contra de ella. Evolución y Fe son perfectamente compatibles. La evolución de la vida es una realidad confirmada por la ciencia. Es la Teología la que debe revisar sus “creencias” y sus propuestas.

CREENCIAS

Lo que la Biblia dice acerca de los orígenes–aunque más elaborado teológicamente por su puesto– en el fondo es lo mismo que nos venían diciendo los mitos de otras civilizaciones, y respondía a las mismas grandes cuestiones del ser humano y su historia: el origen del mundo, de la vida, del hombre y de la mujer; el porqué del sufrimiento y del mal; de la muerte; del más allá; del castigo o el premio en ese más allá; incluso de un salvador. Las diferencias que existen entre las distintas cosmogonías míticas, incluidas las que ofrece la Biblia, no anula el meollo de la cuestión. Los autores de la Biblia usan el relato mítico como medio literario para apuntar dichas realidades, pero no son descripciones etiológicas históricas de las mismas.

Desde un punto de vista ético, todas las religiones comparten los mismos tópicos y persiguen el mismo fin: el amor hacia los demás, la justicia, el bien común, etc. Por ello, por cuanto todas las religiones comparten esos mismos tópicos, no se puede decir que una en particular tenga el monopolio de la virtud. Es más, el hecho de que todas las religiones compartan esos mismos tópicos con ese mismo fin, es un indicador de que el ser humano alberga en sí mismo una cualidad universal ética, independientemente de sus creencias. A veces, paradójicamente, ocurre que pierden esa cualidad ética precisamente cuando aparece la creencia religiosa, sobre todo suele ocurrir más en las religiones monoteístas al considerar que ellas son, por separado, la única religión verdadera. La historia de las guerras religiosas así parecen confirmarlo. Lo que queremos decir es que para ser ético no es necesaria una creencia religiosa. El ser humano lo es independientemente de si cree o no cree en alguna fe en particular. El movimiento cultural llamado Humanismo, aun cuando surge en un ambiente geográfico e histórico cristiano, lo trasciende aportando a su medio social una ética no necesariamente religiosa.

Creencias e inquisición

Cuando Nicolás Copérnico (1473-1543) lanzó la idea de que no era el Sol el que giraba alrededor de la Tierra, sino esta alrededor del Sol (aunque ya Aristarco de Samos en el siglo III a.C. afirmaba que el Sol era el centro del universo), y después Galileo Galilei (1564-1642) confirmó el sistema heliocéntrico, la Ciencia, la Filosofía y, sobre todo, la Teología se echaron sobre él como buitres carroñeros y no pararon hasta reducirle al silencio de la reclusión domiciliaria (salvó la vida por los pelos). Hoy los escolares de primaria cuando leen este episodio histórico se llevan las manos a la cabeza (vivimos con muchísima más información).

¿Por qué la Ciencia, la Filosofía y la Teología del siglo XVI no pudieron aceptar la revolucionaria idea de un sistema heliocéntrico? Básicamente por dos motivos:

a) La cosmología aceptada desde hacía siglos era deductiva, se basaba en la simple observación; era el Sol el que se veía mover de Este a Oeste; además contaban con el aval de la enseñanza del sabio Aristóteles, que había afirmado el sistema geocéntrico.

b) Por otro lado, la Sagrada Escritura (que se creía –y se cree– una revelación infalible) corroboraba el sistema geocéntrico. Pero tanto la Ciencia como la Filosofía y la Teología hasta el siglo XVI, se basaban en observaciones deductivas del movimiento de los cuerpos celestes en el espacio.

Hoy la ciencia moderna, que comenzó con una metodología inductiva, de la que surgió una manera distinta de estudiar el cosmos, confirma inequívocamente el heliocentrismo de nuestro sistema solar: Copérnico y Galileo tenían razón (incomprensible, ciertamente, en su época). La certeza que se tiene hoy del sistema heliocéntrico está probada (además de por la leyes de Kepler y de Newton), por la exactitud con la que envían naves no tripuladas al resto de planetas de nuestro sistema solar para interceptarlos y estudiarlos. Los especialistas en astrofísica y en astronomía saben perfectamente dónde está cada planeta en un momento dado, y saben cuándo y cómo enviar dichas naves no tripuladas para captarlos siguiendo las coordenadas según el sistema heliocéntrico. Es decir, el geocentrismo se basaba en “creencias” y deducciones. Hoy no “creemos” en el sistema heliocéntrico, lo conocemos por la información científica fiable y falsable.

En este año 2017 el mundo cristiano (evangélico-protestante) celebra el 500 aniversario de la Reforma. El monje agustino Martín Lutero, a la vez que solventaba un problema personal espiritual, “cae en la cuenta” estudiando la carta de Pablo a los Romanos que la venta de indulgencias que practicaba la Iglesia de Roma era contraria a la doctrina bíblica de la “gracia”. Como el monje no se retractaba de la denuncia que había formulado mediante las 95 tesis colgadas públicamente en la puerta de la Iglesia del Palacio de Wittenberg (Alemania) contra la Iglesia de Roma, esta le excomulgó. Así surge el movimiento religioso llamado Reforma Protestante. De este movimiento, con el tiempo, saldrían cientos de denominaciones religiosas cristianas con sus peculiaridades y doctrinas diversas. Pero cuando vamos al fondo de la cuestión “caemos en la cuenta” que todo se centra en “creencias”. No existe absolutamente nada sustanciado en leyes o principios objetivos y evaluables. ¡Solo creencias! Y es que, tratándose de “transcendencias”, no cabe otra opción que las “creencias”. Alguien anotará que eran creencias “bíblicas” contra creencias “no bíblicas”; pero aunque sean “bíblicas”, no dejan de ser “creencias”. Las creencias sobre lo trascendente son subjetivas y privadas, y todas válidas en principio.

Posterior, o paralelamente al movimiento de esta Reforma, y por motivos más políticos que religiosos, se instaura un tribunal religioso llamado “Inquisición”. ¿Su cometido? Juzgar a las personas cuyas “creencias” no se correspondían con las creencias oficiales de la Iglesia de Roma. El veredicto en el peor de los casos terminaba con la pena capital en la hoguera. Este vicio de quemar a los “herejes” no fue un patrimonio de la Iglesia de Roma (aunque le ganaba por mucho), sino también lo practicó el movimiento de la Reforma (ahí tenemos como testimonio a Miguel Servet y a los cientos de anabaptistas víctimas de la intolerancia reformada). Quemar a los “herejes” era el deporte favorito de la época. Las familias al completo acudían a las plazas públicas donde se iban a quemar a los “reos”. ¿Y por qué se quemaban a estos “reos”? Simplemente por cuestiones de “creencias”. Los “herejes” no eran enemigos públicos que atentaban contra la integridad física de las personas, o de su hacienda y su patrimonio, no, simplemente no creían en las doctrinas (“creencias”) de la Iglesia oficial, ya fuera la de Roma o la de la Reforma. ¡Ejecutaban a las personas simplemente por sus “creencias”!

Hoy los “ortodoxos” ya no queman a los “herejes”. La historia es dinámica, los movimientos culturales van y vienen. Y el movimiento que desarrolló la sensibilidad suficiente para no quemar públicamente a los “herejes” fue el Humanismo que condujo al Renacimiento. El Renacimiento fue un movimiento cultural iniciado en el sur de Italia que sacó del ostracismo a los clásicos (los filósofos griegos), a los que el mundo de las “creencias” (cristianas) había sepultado durante el tiempo que duró la Edad Media, mil años. Fue el antropocentrismo (el valor del hombre) humanista lo que hizo caer en la cuenta la barbarie que suponía matar a un ser humano solo por lo que creía o no creía. Pero estos cambios no suceden de un día para otro, a veces ni siquiera de un siglo para otro. En algunos casos –o en todos– los movimientos culturales conviven hasta que el viejo pierde su vigor o desaparece para siempre (¿para siempre?).

En la historia de la filosofía algunos de estos “movimientos culturales” entraron en conflicto sentando cátedra mediante la formulación de “creencias” (escuelas filosóficas). La diferencia entre estas “creencias” filosóficas y las “creencias” religiosas es que rara vez por causa de las primeras se mató a nadie. Discutían, se contradecían, pero la confrontación quedaba en el suelo de la simple dialéctica. Es cierto que a Sócrates le condenaron a muerte por su “filosofía”. Pero en los tiempos del filósofo la religión y los mitos estaban siempre de por medio: le condenaron a muerte porque su “filosofía” estaba robando a la gente “la fe en los dioses”. Hoy ese miedo sigue vigente. Cierta apología cristiana también tiene miedo de que nuevas “filosofías ateas” roben a los cristianos la fe en Dios (de este ateísmo habrá que hablar).

El tren de la historia

El cristianismo de este siglo, si quiere aprovechar el tren que está pasando, debería “caer en la cuenta” de que todas sus premisas metafísicas se fundamentan en (y se reducen a) “creencias”. En el mejor de los casos, creencias nobles, sublimes, pero “creencias” al fin y al cabo, por otro lado revisables. Todo lo metafísico se reduce a “creencias”. Además, desde un punto de vista socio-político, debería “caer en la cuenta” de que lo que importa para el bien de la Humanidad (al margen de la legitimidad de la fe religiosa, cualquiera que esta sea) es lo ÉTICO. Lo ético encuentra su razón de ser en lo inmanente, lo que tiene que ver con la vida de las personas aquí y ahora. Sin esta ética las “creencias” no tienen credibilidad, cualquiera que sean sus propuestas o sus promesas para el “más allá”. El “porque tuve hambre, y me disteis de comer…” de Mateo 25:31-46, que es un aforismo profundamente ético, sigue vigente.

Desde el siglo XVI, en las sociedades occidentales, y al unísono del desarrollo de todas las áreas del saber humano, hemos venido haciendo una catarsis de las creencias. Ya no creemos que el Sol gire alrededor de la Tierra (algunos todavía piensan que sí porque lo dice la Biblia). Ya no creemos que las enfermedades, los rayos, los terremotos, etc. sean un castigo divino (aunque hay quienes todavía lo creen así). Ya no creemos que Dios creó el mundo hace seis mil años en seis días de 24 horas (aunque hay quienes lo defienden ateniéndose a la Biblia). La hermenéutica, gracias a la luz que ofrece la historia, la antropología social, las ciencias en general, nos permite distinguir en los libros sagrados (la Biblia) los distintos géneros literarios, el propósito pedagógico de algunos textos, el trasfondo mítico de otros, etc. Solo tenemos que abrir los ojos y “caer en la cuenta”.

Emilio Lospitao

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[1] Carlos A. Marmelada, 60 preguntas sobre ciencia y fe: Respondidas por 26 profesores de Universidad – Ed. Stella Maris.
[2] Fernando Sols, obra citada.

Autor: elospitao

Inquietud intelectual desde niño