La zozobra de los nuevos paradigmas


Asimilar un cambio de paradigma es un proceso doloroso y lento. Supone desaprender los conceptos que vertebran la cosmovisión que hemos ido construyendo del mundo y de la realidad… y de la religión. Por ejemplo, aunque el concepto platónico de un alma inmortal independiente del cuerpo no pertenecía a la antropología veterotestamentaria, no obstante caló hondo en el cristianismo primitivo helénico y tomó forma en el cuerpo teológico y en la piedad de épocas posteriores. Hasta tal punto que cuestionar hoy este concepto entra en la lista de tópicos por “desaprender”.

En el campo cosmológico, salvo algunos que todavía defienden el sistema geocéntrico, la cosmología moderna nos confirma que es la Tierra la que gira alrededor del Sol, y no al contrario, como se creía hasta el siglo XVI. La teoría heliocéntrica pareció una auténtica excentricidad de Copérnico. Galileo, un siglo después, fue condenado por la Iglesia a reclusión domiciliaria por defender la teoría copernicana. Lutero mismo no pudo reprimir una sandez contra Galileo por enseñar este el heliocentrismo. Y es que, en aquella época, era inasumible aceptar que la Tierra se moviera. Hoy ya es una catarsis superada. Pero la catarsis como tal continua…

En el terreno estrictamente religioso la Reforma se desentendió exitosamente de creencias tales como el Purgatorio o el Limbo –que el vulgo tenía asumidas– porque dichos “lugares” no constaban en la Escritura, que en ese momento era la “prueba del algodón” (Sola Scriptura). Pero el hecho de que sí conste el Infierno en la Escritura no le hace más verídico en tanto el carácter mítico de los tres. El mundo evangélico-protestante rechaza el dogma católico de la ascensión a los “cielos” de la Virgen María “en cuerpo y alma” porque “no es bíblico” (dicen), cuando la cuestión no radica en el hecho de si es “bíblico” o no, sino en que no existe un lugar llamado “cielo” donde se pueda ir en “cuerpo y alma” por el carácter mítico también de este “cielo”. Es decir, aun cuando sea “bíblica” la ascensión del profeta Elías al “cielo” en un carro de fuego con caballos de fuego, o que Enoc fue llevado al mismo lugar “sin ver muerte” (2Reyes 2:11; Gén. 5:24; Heb. 11:5), tampoco lo hace creíble por el mismo motivo. El cambio de paradigma, en este caso concreto, consiste en que la plausibilidad del Purgatorio, del Limbo, del Infierno, incluso del Cielo, es nula porque comparten la misma categoria mítica. No es cuestión de si es “bíblico” o no, porque los autores de la Escritura comparten los mitos de sus coetáneos.

Con la cristología ocurre otro tanto. Una vez construida una doctrina, los siglos se encargan de petrificarla y convertirla en un paradigma nucleico indiscutible de la fe. En este número de la revista incluimos dos artículos que tienen que ver con la cristología. El primero es una entrevista que Jesús Bastante, director de Periodista Digital, realiza a Juan Antonio Estrada, jesuita, teólogo y profesor de Filosofía en la Universidad Pública de Granada, en relación con su último libro: De la salvación a un proyecto con sentido (por una cristología actual). El segundo, firmado por Juan Alberto Londoño, filósofo, teólogo y escritor, con el título ¿Por qué murió Jesús? Ambos artículos, de maneras diferentes, están relacionados con la cristología. Y es que la cristología, como tal, no deja de ser una reflexión teológica madurada en el tiempo por el cristianismo primitivo muchos años después de la muerte y la “resurrección” de Jesús. Posteriormente, una reflexión teológica sistematizada y explicada al albor de los dogmas de fe acerca del “Cristo” resucitado. Aún más, una reflexión teológica matizada en el cristianismo occidental latino. Pero todos los estudiosos están de acuerdo en que el cristianismo primitivo no fue homogéneo ni siquiera en la cristología. Esta fue adquiriendo forma en el tiempo y en el espacio y explicada de maneras distintas.

El sentido, la utilidad y el alcance de la muerte de Jesús en la cruz adquirió su valor teológico definitivo con Anselmo de Canterbury (1033-1109). Anselmo, desde el derecho romano y con algunos textos paulinos (que evocan los sacrificios cruentos del templo judío), convierte a Jesús en una víctima propiciatoria que, en la cruz, ocupaba nuestro lugar ante la justicia ofendida de Dios que reclamaba la sangre de un sacrificio para salvarnos: el sacrificio de su Hijo.

La teología del pecado, la culpa y el sacrificio está extendida no solo en el cristianismo (donde éste se sustenta), sino en todas las religiones además de en los mitos. De ahí la presencia de los ritos cruentos e incruentos, relacionados con la pureza y la impureza, en todas las religiones. Hoy muchos teólogos cristianos están revisando la vida y la muerte de Jesús en su contexto histórico y existencial, pues la “resurrección” de Jesús no se puede explicar sin el “reinado de Dios” que este enseñó y vivió, y que le llevó a la cruz.

Emilio Lospitao