¡Vive!


En la portada de este número [Renovación nº 44], coincidiendo con el mes de la llamada Semana Santa, aparece una ilustración de la cueva-tumba con la puerta abierta y la mortaja dejada sobre el lugar donde se supone que yació el cadáver de Jesús. Una imagen sobradamente significativa de la resurrección del Jesús tres días antes muerto y sepultado.

En el editorial del mes pasado dejábamos, sin profundizar, algunas sugerencias al respecto con la palabra clave “repensar”, título también del citado editorial. Excepto los ateos materialistas, que niegan rotundamente cualquier tipo de resurrección, los biblistas y teólogos críticos, por su parte, no temen entrar en la dialéctica que despierta la resurrección concretamente de Jesús. La fe cristiana, desde sus mismos orígenes, se fundamenta en el hecho indiscutible de que el Jesús crucificado y sepultado seguía vivo. Hecho indiscutible, al menos, para la primera comunidad representada por los doce Apóstoles y el resto de personas que les acompañaban. El Apóstol Pablo, en una de sus primeras cartas (1 Corintios, datada sobre el año 50-51), da fe de los “muchos testigos” que afirmaban que Jesús estaba vivo. La cuestión es que este hecho de seguir vivo Jesús se ilustra literariamente mediante relatos históricos de su “resurreción”. Y aquí comienza la polémica, no tanto por la “resurrección” en sí (que ningún biblista niega), sino por la naturaleza de esa “resurreción”.

A este respecto, como no podía ser de otra manera, existen al menos dos lecturas de los textos pertinentes. Una de ellas, la tradicional y literalista, entiende la resurrección de Jesús como un hecho físico e histórico, y no ve ninguna contradicción en los relatos de la resurrección. “Creo en la resurrección de Jesús” de George Eldon Ladd (Ed. Caribe) es uno de los libros que defienden con contundentes argumentos bíblicos la resurrección física e histórica de Jesús. “Repensar la resurrección” de Andrés Torres Queiruga (Ed. Trotta), por su lado, se aleja del literalismo bíblico y profundiza desde otros presupuestos teológicos de lo que pueda significar dicha resurrección. Su conclusión viene a decir más o menos que Jesús sí resucitó, pero “resucitó a la vida de Dios”, que está fuera de la historia.

Los relatos de una resurrección física e histórica de Jesús nos dejan hoy muchas preguntas: ¿cómo reconciliar una resurrección física e histórica del cuerpo de Jesús (“palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo… Entonces le dieron parte de un pez asado, y un panal de miel. Y él lo tomó, y lo comió delante de ellos” (Lucas 24:39-43) con la ubicuidad que implica hacerse presente en un lugar con las puertas cerradas (Juan 20:19)? Por no hablar de contradicciones respecto del lugar concreto desde el cual Jesús ascendió a los cielos (Un monte en Galilea, Mateo 28:16 sig.; o el monte del Olivar, en Betania, a un día de reposo de Jerusalén (Lucas 24:50 sig. Hechos 1:9-12). La misma “ascensión a los cielos” de Jesús no está exenta de problemas. Si el cuerpo resucitado de Jesús era de “carne y huesos”, como insiste el texto de Lucas, ¿en qué cielo está Jesús resucitado? ¿En qué lugar del universo “físico” se encuentra Jesús hasta que vuelva? A estas y otras interrogantes son a las que Torres Queiruga intenta dar respuestas que tengan alguna coherencia con la cosmovisión moderna y científica del mundo. Si el autor de “Repensar la resurrección” tiene razón, es el concepto de la resurrección el que el cristianismo tiene que cambiar, no la resurrección misma, pues Jesús, desde la fe cristiana, ¡VIVE!

Emilio Lospitao