¿No es éste el carpintero, hijo de María? (Mar. 6:1-6)


Una aproximación al texto 

Al texto bíblico podemos acercarnos, literariamente hablando, desde diferentes perspectivas; la más común quizás sea la litúrgica, la devocional, aquella que se realiza al margen de la exégesis propiamente dicha, porque no tiene tal propósito en ese momento. Incluso como una simple evocación introductoria para la espiritualidad en un contexto de contemplación, solitaria o colectiva; en esta aproximación al texto lo importante no es lo que significó en su contexto originario, sino lo que «le dice» al lector a priori; esto también es válido, pero es muy subjetivo. La lectura devocional, al pasar por alto el significado que los enunciados tienen en su origen, anula la «puesta en escena” de su contexto social y religioso, perdiendo, por lo tanto, la significación que pueda tener para nosotros. 

Otra perspectiva diferente de acercarnos al texto bíblico es la histórico-exegética, la lectura crítica, la que busca su significado a partir de su contexto natural originario, y dependiendo de –o auxiliándonos por– recursos interdisciplinares (culturales, sociológicos, antropológicos…) que nos ofrezcan modelos aproximados y arrojen luz sobre el enunciado del texto. Para conocer qué significado puede tener un texto para nosotros, que vivimos a dos mil años de distancia en el tiempo, necesitamos conocer qué significó en su contexto socio-religioso para los lectores coetáneos del texto. Pues bien, más que la primera –que no menospreciamos–, preferimos la segunda perspectiva para encauzar estas reflexiones.

La primera observación exegética de nuestro texto tiene que ver con los modelos relacionados con el “honor” en la época de Jesús. La segunda tiene que ver con la manera de “administrar” la información que tiene Marcos y Mateo. 

Los modelos del honor 

Los modelos del honor están presentes en todas las culturas, en todo tipo de sociedad. La mesopotámica y arcaica ley del talión, que el Legislador del Sinaí incluyó en su ordenamiento jurídico (Éxodo 21:22-25; Deuteronomio 19:21), tenía que ver con el honor, no de la víctima física y directa, sino de la familia, del clan, incluso de todo el pueblo. La persona más caracterizada de la familia directamente afectada, tenía el sagrado deber de reivindicar el honor “infligiendo el mismo daño” al agresor y ofensor del clan familiar. 

En el caso de Dina (la hija que Jacob tuvo con Lea), no bastaba que Siquem quisiera desposarse con ella después de haberla mancillado, ni que ella misma (y Jacob) aceptaran dicho desposorio, pues siempre quedaría pendiente el asunto del honor; no el honor de la mujer mancillada, sino el honor de la familia. Por ello, los hijos de Jacob no dieron por concluido el caso hasta que mataron a todos los varones de la familia de Siquem (y a él mismo) y requisaron como botín todas sus pertenencias (Génesis 34 – ¡horrible para nuestra mentalidad occidental!). Todavía hoy, en algunos lugares de Oriente Medio, está vigente la sangre de honor. Pero aparte de este modelo letal, había otros muchos modelos de honor presentes en los rigores más insignificantes de la vida, como ser “hijo de”, o ser reconocido como “protector de”, o tener el “título de”, o ser “amigo de”, o “compartir mesa con”, etc. Estos modelos de honor cobraban mucha importancia en las relaciones sociales del tiempo de Jesús. 

El hecho de que Jesús dialogara, se juntara y compartiera mesa “con los publicanos y pecadores” emitía un mensaje muy claro hacia afuera, que era, además, negativo en aquella sociedad: Jesús desprestigiaba no sólo su “honor”, sino el de su familia, con ese comportamiento. Por eso, en cierto momento, su madre y sus hermanos intentaron “rescatarle” de entre «ese» tipo de compañía, pensando que su actitud era propia de una persona que ha perdido el juicio, es decir, ha perdido “el sentido del honor” (Marcos 3:20-21). Por otro lado, como «beneficio colateral», al juntarse y compartir mesa con “ese” tipo de personas, éstas no sólo recuperaban su autoestima (dañada por los estigmas de las censuras religiosas – ver Marcos 2:16 y otros), sino que recuperaban en cierta medida el honor perdido. Obviamente, Jesús trastornó los modelos del honor de su tiempo.

Pues bien, el relato de Marcos que nos concierne pone en boca de los paisanos de Jesús, estas palabras: “¿No es este el carpintero, hijo de María…? (ver Marcos 6:1-6). 

El relato de Marcos comienza diciendo que “Jesús… vino a su tierra, y le seguían sus discípulos”. Es decir, Jesús llegó a Nazaret como solían llegar los rabinos notorios: rodeado de sus discípulos. Jesús llegó a ser reconocido como un maestro, incluso por los propios escribas (Marcos 12:32 y otros). Pero en Nazaret se resistían a reconocerle como tal, por eso en sus inquisitivas preguntas querían mantener su estatus de origen: un carpintero (un simple y vulgar artesano). Lucas narra una estancia de Jesús en Nazaret que, independientemente de que fuera la misma u otra distinta, pone en evidencia la hostilidad de los nazarenos contra Jesús (Lucas 4:16-30).

Pero lo más significativo del texto de Marcos es que a Jesús le llaman “hijo de María”. ¡Hijo de María!

Salvo en casos muy excepcionales, en la Biblia se dice siempre de alguien que es “hijo de fulanito”; la referencia genealógica patriarcal siempre es el padre. Esta referencia tenía también una conexión directa con el honor. Ser “hijo de fulanita” podía significar dos cosas: o bien que el padre había muerto hacía mucho tiempo y el nombre de la viuda adquirió notoriedad (y, por lo tanto, requería una explicación), o bien no tenía padre reconocido; o sea, que era un hijo “ilegítimo”. Algunos estudiosos infieren que José, el marido de María, habría muerto para entonces y la filiación de los hijos habría pasado al nombre de María. Pero esto es sólo un supuesto. Un texto ambiguo de Juan deja entrever el concepto malicioso que, según algunos comentaristas, corría en los días de Jesús respecto al honor de María: ¡ella habría tenido a Jesús de una relación ilícita!: “Nosotros no somos nacidos de fornicación; un padre tenemos, que es Dios” (Juan 8:41). Esta confabulación contra el honor de María, que se encuentra en Celso y en el Talmud, la pone en duda el judío Joseph Klausner, autor de «Jesús de Nazatret» (Paidós, 1991, p.57). De cualquier manera, no sabemos a ciencia cierta a cuál de los dos casos citados debemos atenernos para entender mejor la pregunta (¿contenciosa?) que Marcos recoge (“Hijo de María”).

La administración de la información 

Aunque pequemos de reiterativos, queremos recordar al lector la libertad con la que los evangelistas escribieron sus “Evangelios” respectivos. Ellos no fueron “taquígrafos”, ni escribieron al dictado de nadie (tampoco al dictado del Espíritu Santo). Escribieron con un propósito apologético y con un esquema previo ideológico personal. Se da por hecho que Mateo usó el Evangelio de Marcos como una de sus fuentes, la principal de ellas. 

Pues bien, igual que los copistas de los textos bíblicos de los siglos posteriores, que se tomaron la libertad de “corregir”, “ampliar” o “armonizar” la Escritura que copiaban (¡Crítica Textual!), Mateo hizo algo parecido –también lo hizo Lucas– al copiar el texto de Marcos. 

Donde Marcos dice “¿No es este… Hijo de María?”, Mateo dice “¿no se llama su madre María?” (Mateo 13:55) ¡Son dos maneras distintas de formular la pregunta! La lectura de Marcos expresa el aspecto genealógico con el que la gente identificaba el origen, el rango y el honor de una persona (Compárese con el título que algunos atribuían a Jesús: ¡Hijo de David! – Marcos 10:47; 12:35; etc.). La lectura de Mateo evita el estigma que conllevaba citar a una persona con el nombre de la madre, que era como decir que dicha persona “carecía” de padre reconocido. Este cambio por parte de Mateo podría evidenciar que, en aquellos días, referirse a Jesús como «hijo de María» cuestionaba el honor de ésta. 

Y, por último, una vez más Mateo cambia otra pregunta. Donde Marcos dice “¿no es este el carpintero?, Mateo dice “¿No es este el hijo del carpintero?” (Mateo 13:55). Ser carpintero entra en una categoría de honor concreta, que correspondía a la clase media-baja. Ser “hijo de” un carpintero suavizaba dicha categoría toda vez que, aun siendo hijo de un artesano, habría podido tener el privilegio de alcanzar una categoría mayor con el honor que correspondiera. Mateo quiere que sus lectores intuyan que Jesús había sido algo más que un simple artesano… ¡por una cuestión de honor! 

Emilio Lospitao

“Se acercaban a Jesús… para oírle” (Lucas 15:1).


Empatía y misión

Nos llama poderosamente la atención esta frase: “Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle”. La explicación del éxito de esta convocatoria está en el comentario jocoso, pero auténtico, de los escribas y los fariseos respecto a Jesús: “Este a los pecadores recibe y con ellos come” (Lucas 15:2). No hay ninguna duda, a la luz de este texto, que aquellos “publicanos y pecadores” hallaban no poca complacencia en escuchar al Galileo. El secreto de Jesús, para rodearse de este peculiar auditorio, fue la aceptación de estas personas, tales cuales eran. Simplemente. Jesús fue diferente a los líderes religiosos de su época. Según Lucas, Jesús recibía (como anfitrión) a los “pecadores” y comía con ellos. El término recibir (acoger) parece referirse a la invitación que Jesús ofrecía a los publicanos, en correspondencia de las invitaciones a los banquetes de estos, según las buenas costumbres (ver Lucas 14:13-14). La aceptación de Jesús hacia estas gentes (excluidas de la sociedad por imperativos religiosos), les devolvía la dignidad y la autoestima, arrebatadas por el inflexible formalismo religioso. Una de las diferencias entre Jesús y los líderes religiosos judíos de su época consistía en la cálida empatía que Jesús mostraba en el simple acto de aproximarse a las gentes, cualquiera que estas fueran. ¿Quién no iba a querer escuchar a un predicador así? Si tenemos en cuenta que el “Reino de Dios” se hizo presente con Jesús, esto debe significar que dicho “reino” tenía como particular objetivo reivindicar la justicia de la cual los pobres, los excluidos…, eran acreedores [“…y a los pobres es anunciado el evangelio” (del Reino) – Mateo 11:5]. ¡Con su aceptación, Jesús les dio una buena noticia (“evangelio”)!

El caballo delante del carro

Jesús desarrollaba su ministerio en sentido inverso a esos líderes religiosos. Estos exigían de los “pecadores” un “cambio” para acercarse a ellos… (Además de las cargas que les imponían). Jesús se acercaba a ellos, sin condenarlos, sin imponerles cargas, para que dicho “cambio” se produjera. Jesús comenzaba por donde los religiosos querían terminar. La historia de Zaqueo ilustra esta dinámica. En el encuentro entre Jesús y Zaqueo (un jefe de los –“pecadores”– publicanos), el Maestro no requirió nada de él, ni arrepentimiento, ni conversión… ¡Nada! Le aceptó tal cual era. Y, sin embargo, este respeto de Jesús hacia su persona fue lo que impulsó a Zaqueo a dar un cambio radical en su vida: “He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado. Jesús le dijo: Hoy ha venido la salvación a esta casa; por cuanto él también es hijo de Abraham. Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lucas 19:8-10). Es posible que este relato, como otros tantos en los Evangelios, esté idealizado, pero eso no cambia nada la perspectiva que nos ofrece de Jesús. El corazón del ser humano no se transforma con “religión” (la ley), sino con “aceptación” (la gracia). ¿Seremos capaces de entender esto? 

Los campos están blancos para la siega

“Alzad vuestros ojos y mirad los campos, porque ya están blancos para la siega”. Juan puso estas palabras en boca de Jesús en el contexto del relato de la mujer samaritana (Juan 4:35 sig.). En un contexto diferente, Mateo dice que “al ver [Jesús] las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies” (Mateo 9:36-38). El común denominador de ambos relatos es, metafóricamente, la “mies” (la cosecha). Supuestamente, los maestros de la Ley y los fariseos (los líderes religiosos) deberían haber estado “pastoreando” a esas multitudes (recogiendo la cosecha); pero, por el contrario, con sus actitudes se fueron alejando cada vez más de ellas, estigmatizando a todos cuantos no se atenían a sus formales y legalistas interpretaciones de la Ley. Con sus imposiciones legales y religiosas se convirtieron en un obstáculo, no sólo para acercarse ellos mismos a los “pecadores”, sino para que esos “pecadores” se acercaran a Dios. ¿Estará ocurriendo eso mismo hoy? ¿No es paradójico que, cuando se está marginando la religión porque se cree que la ciencia tiene todas las respuestas, miles de personas, de todas las edades, de ambos sexos, acudan al esoterismo, al Tarot, al espiritismo, a las filosofías orientales… para satisfacer su irresistible necesidad de trascendencia? Esto debería hacernos pensar, y preguntarnos por qué hoy los “pecadores” no se acercan a nosotros para oírnos. Porque los campos… ¡los campos siguen estando blancos para la siega! 

Volver a la pedagogía de Jesús es un imperativo

La pedagogía tradicional misionera heredada, tanto católica como protestante, está impregnada de la teología farisaica, que primero exige cambios e impone cargas antes de cualquier aceptación del “pecador”; los religiosos reconocen a los “pecadores” (en el reino de Dios) después de que estos hayan satisfecho sus demandas (¡Sometimiento religioso!). Jesús –contra toda lógica– acepta a los “pecadores” (en el reino de Dios) para que puedan satisfacer las demandas de dicho reino [“De cierto os digo, que los publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios – Mateo 21:31]. Esta “aceptación”, en la cual la persona descubre al Tú (Dios), y a través de este descubrimiento descubre su propio “yo”, es el comienzo de la verdadera humanización, de la salvación, la cual el Hijo del Hombre vino a realizar (vino para salvar lo que se había perdido). Esta salvación (realización) no tiene nada que ver con ningún tipo de proselitismo, ni con la pertenencia a alguna Iglesia particular. Evangelizar es mucho más que simplemente aumentar el número de nuestra particular feligresía.

Emilio Lospitao

Jesús, los fariseos y la ley. Mat. 19


El lector un poco ávido de los evangelios se dará cuenta de inmediato que dos de los contingentes que dan vida a los relatos evangélicos son los enfrentamientos dialécticos entre Jesús y los fariseos, y la dispar interpretación que Jesús hacía de la ley. Así pues, entenderemos mejor la actitud que asume Jesús frente a este colectivo, y frente a la ley, si conocemos quiénes eran los fariseos y cómo estaba fijada la ley en la época del Nuevo Testamento. En primer lugar, en cuanto a Jesús, partimos de la información que nos ofrecen los Evangelios canónicos (los evangelios apócrifos son muy tardíos en el tiempo con poco valor crítico, y las fuentes extrabíblicas apenas hablan de Jesús). En segundo lugar, los relatos canónicos, literariamente hablando, no fue una obra de taquígrafos, a pie de calle, donde ocurrieron los hechos, sino, en un sentido amplio, el resultado de la reflexión teológica de las comunidades (o escuelas) cristianas del primer siglo. En tercer lugar, estas reflexiones se llevaron a cabo en el contexto de una profunda apología de enfrentamiento de la comunidad cristiana con el colectivo farisaico. De ahí, la no disimulada radicalización que los evangelistas presentan entre Jesús y los fariseos, lo cual distorsiona en cierta medida la realidad, como veremos más adelante. Es posible que la generalización nefasta que solemos hacer contra el fariseísmo de la época del Nuevo Testamento, quizás no sea crítica. ¡Y esto es lo que tenemos! Si Jesús hubiera nacido en el siglo XXI tendríamos cientos de videos en Youtube con sus predicaciones, sus milagros…, con la objetividad que ofrece “el directo”. Pero no; no disponemos de esa objetividad.

Los fariseos

Se cree que su origen se remonta a la época de los Macabeos, identificados allí como asideos (piadosos), israelitas apegados a la ley, que se unieron a la guerrilla contra Antioco Epifanes (1 Macabeos 2:42; 7:12-14). Posteriormente, se diversificaron: unos vinieron a formar el grupo de los fariseos que conocemos en el Nuevo Testamento, y otros, el grupo de los esenios (más radicales), que no aparecen explícitamente en el texto neotestamentario. Los fariseos creían constituir el verdadero pueblo sacerdotal de Dios (ver Éxodo 19:6). No debemos confundir a los fariseos con los “escribas” (doctores de la ley) aunque algunos de estos eran fariseos. La frase “escribas y fariseos” (o viceversa), que a veces usan los evangelistas, puede resultar ambigua a la hora de diferenciarlos; pero, según el Evangelio de Lucas, Jesús parece que se dirigió a ambos grupos por separado cuando los amonesta específicamente por sus actitudes dolosas. Se dirige a los doctores de la ley (escribas), en su calidad de maestros de la ley y las imposiciones de sus enseñanzas (Lucas 11:46-52; 20:46); y se dirige a los fariseos por su hipocresía en el cumplimiento de dichas enseñanzas (Lucas 11:39-43). El ideal de la comunidad farisea consistía en vivir una vida ejemplar centrada en la meditación y en la práctica de la ley, aun de las tradiciones más insignificantes (Mateo 23:23; Marcos 7:1 sig.). Para formar parte de ellos, que constituían una comunidad cerrada, existían normas precisas, y el candidato tenía que superar un período de prueba en la que incluía el cumplimiento minucioso de la obligación del diezmo, la observancia estricta de purificaciones rituales, el cumplimiento exacto de las tres oraciones diarias, el ayuno dos veces por semana, etc. (J. Jeremías). En los días de Jesús, los fariseos eran designados con el nombre de perusim, que significa los “apartados” (santos). Y así les gustaba a ellos ser llamados. A este respecto, es interesante observar que Pablo también llame a las comunidades cristianas como “los santos” (Romanos 15:25, 31; 1 Corintios 16:1; 2 Corintios 8:4; 9:1, 12, y más). 

A partir del carácter que denota los textos evangélicos respecto a los fariseos, la tradición ha fijado la identificación del término con “hipocresía”. Pero aparte de esta nota tradicionalmente negativa contra los fariseos, lo cierto es que fueron muy respetados por el pueblo israelita. Aunque Lucas los vincula con los judaizantes (Hechos 15:5), a los cuales Pablo atacó sin piedad (Gálatas), en el resto de las epístolas no se percibe nada negativo contra los fariseos; al contrario, Pablo los ensalza indirectamente cuando dice haber pertenecido al grupo de ellos (Hechos 23:6; 26:4-5; Filipenses 3:4-5). Jesús mismo había mantenido buena relación con muchos fariseos de los cuales aceptaba invitaciones a sus banquetes (Lucas 7:36; 11:37; 14:1) y, se supone, Jesús les devolvería la invitación, como era la costumbre (ver Lucas 14:12-14).

Fueron fariseos, además de insignes miembros del sanedrín, hombres abiertos y ecuánimes, Nicodemo (Juan 3:1: 7:45-52); Gamaliel, doctor de la ley por demás (Hechos 5:34); y, muy probablemente, José de Arimatea (Mateo 27:57-60; Lucas 23:50-53; Juan 19:38). Es obvio, pues, que la composición de los evangelios se llevó a cabo en una atmósfera altamente apologética, especialmente frente a los fariseos de las primeras décadas del cristianismo primitivo. Esto justifica hasta cierto punto que la comunidad cristiana acentuara el enfrentamiento existente entre Jesús y los fariseos, otorgando más radicalidad a los pronunciamientos de Jesús. Después de la guerra entre judíos y romanos en el año 70 d.C, los fariseos fueron el único grupo religioso judío que pudo sobrevivir, los cuales influyeron de manera decisiva en la orientación espiritual, tanto de las sinagogas mismas, como en el desarrollo del judaísmo posterior hasta nuestros días

Los fariseos y la ley

Independientemente de las muchas explicaciones rabínicas en torno a la ley, que se acuñaron como añadidura a ésta (Marcos 7:8-9), y que luego vinieron a formar parte de las enseñanzas talmúdicas del judaísmo posterior, para los fariseos del tiempo de Jesús, la ley y las tradiciones, formaban un todo igual de legítimos y con la misma obligación de cumplir (Marcos 7:1-4). Salvo excepciones (Marcos 12:28-34), los fariseos entendían el cumplimiento de la ley desde el formalismo, poniendo la ley por encima de las personas mismas. De ahí, el enojo del principal de la sinagoga contra Jesús por haber sanado éste a una mujer en sábado (Lucas 13:10-17); o la presión que ejercieron sobre Jesús para lapidar a una mujer sorprendida en adulterio, porque la ley demandaba precisamente eso (Juan 8:1-11; ver Deuteronomio 22:22); etc. Esta manera de entender el cumplimiento de la ley era fruto de su exacerbado celo por la ley (Juan 5:39). Pablo declarará después que ese celo por la ley (“celo de Dios”) de los fariseos no era “conforme a ciencia”, ya que la meta de dicho celo era la mera auto justificación (Romanos 10:1-3). Jesús puso a los fariseos en la cuerda floja con la parábola del “fariseo y el publicano” (Lucas 18:9-14) y restó algún valor meritorio por el hecho de “cumplir” la ley con otra parábola, la del deber del criado (Lucas 17:7-10). Este formalismo legalista farisaico exigía, por coherencia, un conocimiento exhaustivo y meticuloso de la ley, y de las enseñanzas rabínicas, para poder cumplir fielmente con ellas, y, por lo tanto, ser “justos”. Esto significaba que los ignorantes de la ley y de las tradiciones, que era la mayoría del pueblo sencillo, no pudieran nunca alcanzar dicha “justicia” (“esta gente que no sabe la ley, maldita es” – Juan 7:49), engrosando así la lista de los “pecadores”. Cuando los evangelios citan a los “pecadores” se refiere a la gente ignorante de la ley (Mateo 9:10; 11:19; Lucas 5:30; 15:1-2; etc.). 

Pugna entre Jesús y los fariseos 

Sería más apropiado decir «algunos fariseos». Ya hemos dicho que el fariseísmo en su conjunto está mal representado por las pocas notas negativas de los Evangelios. Pues bien, cualquiera que visitara Palestina en los días de Jesús, hubiera tenido la impresión de que quienes engrosaban la audiencia del Galileo eran los “publicanos y los pecadores” (Mateo 11:19), las prostitutas (Lucas 7:36 sig.), los mutilados y los enfermos (Mateo 15:29-31)…; es decir, los excluidos de la sociedad y de la piedad religiosa, por diferentes motivos. Unos, porque ignoraban la ley (los “pecadores”); otros, porque eran personas non grata por el trabajo que desarrollaban (los “publicanos”); otros, porque tenían prohibido acceder al templo (los “mutilados”); otros, porque su conducta no era la convencional (las “prostitutas”); otros, los segregados incluso de la propia familia (los “leprosos”). El simple contacto con estas gentes suponía quedar ceremonialmente “impuro” según entendían las prescripciones del Levítico. ¡Y Jesús andaba entre estas gentes a las cuales no sólo tocaba físicamente (Mateo 8:1-3), sino que se dejaba tocar por ellas (Marcos 6:53-56)!

Con este modus operandi, Jesús no sólo se distanció de cierto sector del fariseísmo, sino incluso del propio Juan el Bautista y sus seguidores. Algunos fariseos, escandalizados por la liberalidad de Jesús y sus discípulos, condenaron su comportamiento evocando al Bautista y a sus discípulos: “¿Por qué los discípulos de Juan y los de los fariseos ayunan, y tus discípulos no ayunan?” (Marcos 2:18). Jesús y sus discípulos no ayunaban; tampoco se abstenían de beber vino; al contrario, disfrutaban de los banquetes a los cuales los publicanos y los pecadores les invitaban, y, según las reglas sociales, Jesús les correspondía (Lucas 15:1-2). La respuesta de Jesús a estas críticas, fue: “¿Acaso pueden los que están de bodas ayunar mientras está con ellos el esposo? Entre tanto que tienen consigo al esposo, no pueden ayunar.” (Marcos 2:19). Así que, estos fariseos, le acusaron de “glotón y bebedor de vino” (Lucas 7:34). Tal era el concepto negativo que tenían de Jesús, que dudaban que el ciego hubiera sido realmente sanado por él, un “pecador” (Juan 9:13-33).

La frase “los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos” debió haberla repetido Jesús muchas veces a estos «fieles» de la ley (Marcos 2:13-17). Esta crisis entre Jesús y los fariseos más estrictos se enconó hasta tal punto que Juan (el evangelista más anti-judío), comenta: “por esta causa los judíos perseguían a Jesús, y procuraban matarle, porque hacía estas cosas en el día de reposo.” (Juan 5:15-16).

La raíz de la pugna entre Jesús y la ortodoxia farisaica

La raíz del problema entre Jesús y la ortodoxia farisaica estribaba básicamente, por un lado, en que los líderes de esta ortodoxia atribuían el mismo valor a todos los textos de la Ley por igual, sin atender a su contenido, es decir, la Ley era indivisible; y, por otro, el frio formalismo en el cumplimiento de ella. Pero Jesús rehusó aceptar tanto la indivisibilidad de la Ley como sujetarse al formalismo que le atribuían. A estos líderes fariseos les gustaba mucho citar la Biblia para comprometer a Jesús (Mateo 19:7; 22:24; Juan 8:5). Para aquellos fariseos el valor de la Escritura radicaba en el hecho de ser Escritura de Dios, que nadie podía discutir; pero Jesús, por el contrario, no adoptó una actitud de obediencia ciega a la Escritura como autoridad formal. Jesús subrayó unos pasajes de la Escritura por encima de otros. Sobrepuso, por ejemplo, Génesis 2:24 sobre Deuteronomio 24:1, para proteger a la mujer del repudio, a veces arbitrario, que además era una prerrogativa del varón en aquella época. Jesús no se limitó a la letra de la ley, sino que buscó en la ley la voluntad de Dios (a pesar de lo que decía la letra de la Ley, Jesús defendió a la mujer acusada de adulterio – Juan 8:1-11; ver Levítico 20:10). Esto significa que Jesús puso en crisis la autoridad “formal” de la Ley, y, naturalmente, cualquier autoritarismo que quiera constituirse en fundamento último de la actuación del hombre de cualquier época.

¿Cumplió Jesús la ley de Moisés? 

La respuesta a esta pregunta nos viene de la conocida y lapidaria frase: “no penséis que he venido para abrogar la ley o los profetas; no he venido para abrogar, sino para cumplir” (Mateo 5:17), la cual queda apostillada por: “pero más fácil es que pasen el cielo y la tierra, que se frustre una tilde de la ley” (Lucas 16:17). ¿Cómo comenta entonces Marcos: “Esto decía, haciendo limpios todos los alimentos” (Marcos 7:19)? ¿No era parte de la ley la categorización de los alimentos puros y los alimentos impuros (Levítico 11)?

La pedagogía que hemos heredado 

Conforme a la pedagogía que hemos heredado, leemos los Evangelios en “clave cronológica”; es decir, como si los relatos hubieran sido escritos por algún “taquígrafo” testigo ocular de los hechos o mediante la transcripción de un discurso «grabado». En el mejor de los casos, evocamos la “buena memoria” de dichos testigos (¡o la inspiración verbal palabra por palabra!). Siempre nos ha sorprendido que un apóstol, testigo de los hechos que narra, como es el caso de Mateo, tuviera que depender de Marcos, que no fue testigo de tales hechos, para escribir casi la totalidad de su Evangelio. En cualquier caso, nos cuesta mucho asumir que lo que dicen los evangelistas no sea exactamente lo que Jesús dijo palabra por palabra. Nos parece una blasfemia concebir que los hagiógrafos gozaran de libertad para acomodar las enseñanzas de Jesús usando las palabras adecuadas a las circunstancias del lugar y de los destinatarios del evangelista, así como ubicar dichas enseñanzas en el escenario más oportuno. Sería bueno, a este respecto, echar un vistazo al Sermón del Monte en Mateo y en Lucas, por ejemplo. 

Incompatibilidades 

Desde esta lectura en “clave cronológica”, existe una incompatibilidad entre la afirmación de Jesús (“no he venido para abrogar, sino para cumplir”) y el comentario de Marcos (“Esto decía, haciendo limpio todos los alimentos”). Si Jesús hizo limpios todos los alimentos, entonces abrogó parte de las prescripciones de Levítico 11. Además, según este comentario de Marcos, Jesús puso en jaque la concepción clásica del culto con su sistema sacrificial y expiatorio de la época. En otras palabras, eso significaba suprimir la distinción fundamental entre lo sagrado y lo profano según establecía el libro de Levítico. ¿Pero hizo eso Jesús?

[Nota: Los cristianos mesiánicos se oponen a la tesis del comentario (exclusivo) de Marcos, que consideran una glosa fuera de contexto (Mark 7:19 – Did Yeshua Make «Unclean» Food «Clean?» – David Bar-Yonah Bivin, Teaching of Zion, pág. 14 -en inglés). enlace al pdf: https://netivyah.org/wp-content/uploads/2018/09/tfz24.pdf%5D. 

Otra forma de ver las cosas 

Sin embargo, si leemos los Evangelios en “clave anacrónica”, es decir, admitiendo la extrapolación del desarrollo teológico de las comunidades cristianas al marco histórico de Jesús, entonces las cosas empiezan a tener más sentido. El texto que hemos citado de Marcos 7:14-23 tiene como contexto ideológico el relato de Hechos 10:9-15, donde a Pedro se le dice prácticamente lo mismo, pero cronológicamente en un tiempo posterior: “Lo que Dios limpió, no lo llames tú común”. Es decir, el relato de Marcos hunde sus raíces teológicas en la enseñanza de la iglesia, y no al contrario. Esto significa que los evangelistas, cuando escriben sus Evangelios, extrapolan conceptos ya elaborados por la reflexión teológica de las primeras comunidades cristianas en el teatro operativo del ministerio de Jesús (Juan 4:21; 6:25 sig. y otros, pueden ser algunos ejemplos). 

Pero la cuestión no termina aquí. Los Evangelios, además, deberíamos leerlos desde la «clave» de la doble experiencia socio-religiosa de las dos comunidades cristianas primitivas: la judeocristiana y la gentil. Entre las comunidades judeocristianas aún se mantenían las leyes levíticas de impureza (Hechos 15:28-29; 21:25); lo que significa que seguían el estilo de vida judío tomando como ejemplo a Jesús, un judío cumplidor de la ley. Mientras que entre las comunidades gentiles prevalecía la idea de que todo era limpio por sí mismo (Romanos 14.14; ver 1 Corintios 8), dejando obsoleto el estilo de vida judío. El estilo de vida religioso de las iglesias gentiles es el que las Iglesias de Cristo desean “restaurar”, pero no saben –o no quieren- explicarlo.

Jesús, los publicanos y los pecadores 

Volvemos de nuevo al comienzo. Jesús rompió todos los convencionalismos de su época. Nunca un intérprete de la Ley o un fariseo se hubiera comportado como lo hizo Jesús. Jesús fue el antípodas de todos ellos: rompió las normas levíticas de impureza según las entendían los maestros de la Ley. Los judíos piadosos, por si acaso se habían rozado en la calle con algo «impuro», seguían las abluciones rituales al llegar a casa para «purificarse». A la luz de Marcos 7, Jesús no habría seguido dichas abluciones. Pero el hecho de que Jesús se relacionara con aquel heterogéneo tipo de gentes, sobrepasó los aspectos formales de la ley. En el comportamiento de Jesús había una motivación superior hacia esas personas, las cuales encontraron en el Predicador galileo la autoestima robada por los estigmas de los cuales eran objeto por causa de una exégesis excesivamente formal de la Ley. 

Emilio Lospitao

«Todos vienen a él» (Juan 3:23-30)


Los Evangelios sinópticos sitúan el inicio del ministerio de Jesús en Galilea justo cuando termina el ministerio de Juan el Bautista, cuando éste fue preso por Herodes el tetrarca (Mateo 4:12 sig.; Marcos 1:14; Lucas 3:19-20). Sin embargo, el evangelista Juan contemporiza el ministerio de Jesús con el de Juan el Bautista en Judea: “Después de esto, vino Jesús con sus discípulos a la tierra de Judea, y estuvo allí con ellos, y bautizaba. Juan bautizaba también en Enón, junto a Salim, porque había allí muchas aguas… porque Juan no había sido aún encarcelado” (Juan 3:22-24). Le recuerdo al lector sobre la creatividad literaria y el propósito ideológico de los hagiógrafos.

Históricamente Jesús continuó el ministerio del Bautista, incluso con el mismo mensaje: “Arrepentíos, porque el reino de los cielos se ha acercado” (Mateo 3:2), “El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio” Marcos 1:14-15). Pero tanto los Sinópticos como el Evangelio de Juan inciden en el papel de “precursor” del Bautista: “Yo a la verdad os bautizo en agua para arrepentimiento; pero el que viene tras mí, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo; él o bautizará en Espíritu Santo” (Mateo 3:11; Marcos 1:7-8; Lucas 3:16; Juan 1:26-27). 

En la narrativa de los Evangelios existe un guion ideológico incuestionable: Juan el Bautista era verdaderamente un profeta, y más que un profeta. Mateo y Lucas (¿Documento “Q”?) ponen en boca de Jesús estas retóricas sentencias: “¿Qué salisteis a ver al desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? ¿O qué salisteis a ver? ¿A un hombre cubierto de vestiduras delicadas? He aquí, los que llevan vestiduras delicadas, en las casas de los reyes están. Pero ¿qué salisteis a ver? ¿A un profeta? Sí, os digo, y más que profeta. Porque éste es de quien está escrito: He aquí, yo envío mi mensajero delante de tu faz, el cual preparará tu camino delante de ti” (Mateo 11:7-10; Lucas 7:24-27). Pero, a la vez, a pesar de ser un profeta, el Bautista ni siquiera es digno de desatar el calzado del cual él se presenta como su precursor: “pero el que viene tras mí, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más poderoso que yo; él os bautizará en Espíritu Santo y fuego”. De este detalle se hacen eco los cuatro evangelistas (Mateo 3:11; Marcos 1:7; Lucas 3:16 y Juan 1:2;). Por ello, el Bautista testifica: “Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe” (Juan 3:30). 

No existe una historia más frustrante en los Evangelios que la historia del Bautista, pues después de toda una vida de preparación (Marcos 1:6; Lucas 7:33) y un ministerio muy breve (Juan1:19 sig. aunque esto es sólo una síntesis), fue degollado por Herodes el tetrarca poco tiempo después de comenzar su ministerio (Mateo 14:1-12). Las causas de la muerte del Bautista, según el relato evangélico, están refrendadas por el historiador judío Flavio Josefo (Antigüedades de los judíos, Tomo III, XVIII, V, 1 –CLIE, 1988). Sin embargo, cuando Jesús comenzó su ministerio, el Bautista se gozó (Juan 3:29) de ver que las gentes “iban a él” (Juan 3:26). La interiorización que tenía de su ministerio le permitía vivir de manera gozosa esa experiencia (Juan 1:20-27). ¿Qué habría sido de Juan si no hubiera acabado su vida como acabó, sobre todo porque él continuó bautizando a la par que Jesús (Juan 3:22-24)? ¿Cuándo hubiera dado por acabado su ministerio? ¿Por qué no se enroló en el grupo de seguidores de Jesús? ¿No pudo haber sido uno de los doce apóstoles? ´¡Y tantas preguntas más! 

La cronología de los hechos, la dirección de los relatos y el carácter de los personajes, apuntan a señalar la singularidad y la identidad del carpintero de Nazaret. El Bautista era un profeta y mucho más que un profeta. Pero aun siendo un profeta, no era digno de desatar encorvado las sandalias de Jesús. Por ello, el Bautista tenía que “menguar” y Jesús “crecer”. Por ello, menguado el Bautista, las gentes iban a Jesús. Este es el punto de reflexión: ¿Por qué iban las gentes a Jesús? ¿Para ver cómo hacía milagros? ¿Para escuchar las historias –parábolas– que contaba? ¿Para llenar el estómago? ¿Para ser sanados de sus enfermedades? ¿Para recibir consejos? ¿Porque tenían dudas? ¿…?

Emilio Lospitao