«Tu hermano resucitará» (Juan 11:1-44)


En el mundo tendréis aflicción

Después del relato de la mujer viuda que llevaba a enterrar a su único hijo (Lucas 7:11-17), no hay otro que imprima más carga emocional que el encuentro de las hermanas María y Marta con Jesús, después que el hermano de estas mujeres, Lázaro, hubiera muerto (Juan 11); sólo es superado por la agonía anímica del mismo Jesús, en el huerto de Getsemaní (Marcos 14:32-42 y par.).

Lázaro, su amigo, ha muerto 

Según los Evangelios, Jesús tuvo muchos discípulos; en alguna ocasión pudo comisionar a 70 de ellos, de dos en dos, a predicar por Palestina (Lucas 10:1-12); pero de los amigos que tuviera, a penas se dice que fue esta peculiar familia compuesta por tres hermanos: Lázaro, María y Marta, residentes en Betania, una pequeña aldea situada en el lado oriental del Monte de los Olivos, a 3 km de Jerusalén. La casa de esta familia había sido el hogar esporádico de Jesús durante sus visitas a Jerusalén (Lucas 10:38-42; Juan 12:1-8). El lazo emotivo-filial que unía a Jesús con Lázaro queda patente por la expresión que las hermanas usan para darle el aviso de que su hermano estaba enfermo: “Señor, he aquí el que amas está enfermo” (Juan 11:3). Pero Jesús –el Jesús de los Evangelios– no llegó a tiempo. No quiso llegar a tiempo. Aquella muerte sería para “la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella”, aclara el evangelista Juan desde la distancia del tiempo (Juan 11:4). 

Jesús lloró

Todos los funerales, en el fondo, son idénticos: El dolor, la tristeza y las lágrimas inundan el espacio mortuorio durante un tiempo indefinido. Este espacio de aflicción aún estaba vivo cuando Jesús llegó a la casa del difunto que él amaba. Marta, y luego María, entonaron el mismo estribillo de claro reproche: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no habría muerto…”. Al reproche de la primera, Jesús respondió: “Tu hermano resucitará”. Ante el de la segunda, estremecido en espíritu, “Jesús lloró” (Juan 11:21-23, 32-35). El Jesús de los Evangelios lloró con los que lloraban, sufrió el dolor de los que sufrían… y [en Getsemaní] vivió en su propia carne la desesperanza de los que se sienten desamparados: “comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera…” (Mateo 26:37). 

El alma

La tradición cristiana ha venido dando carta de naturaleza el “alma” como un ente pensante, consciente, en algún lugar tras la muerte. La fe vulgar tiene puesta su esperanza en un supuesto “más allá” etéreo, indeterminado, confuso, aceptado sobre todo con mucha resignación. Es una fe dualista, platónica, pagana, en la cual la “resurrección de la carne” tiene cabida sólo como una simple formulación del Credo, pero muy lejos de la conciencia y la confianza del creyente. Resulta más fácil (de digerir) la idea de una vida etérea y eterna (ubicada en algún lugar de un cosmos infantiloide), que confiar en una futura y real resurrección de entre los muertos, que es el fundamento de la fe cristiana según las cartas paulinas. 

Tu hermano resucitará

La única palabra de esperanza que el Jesús los Evangelios tuvo para aquellas hermanas, que acababan de perder a su hermano, fue precisamente la resurrección. Seún el autor del cuarto Evangelio Marta creía en esa enseñanza: “Yo sé que resucitará en la resurrección, en el día postrero” (Juan 11:24). El apóstol Pablo, en cuya teología escatológica se fundan los relatos evangélicos, marcó el camino de esa esperanza que los evangelistas ponen en boca de sus personajes como Marta: la resurrección en el día postrero (1 Corintios 15). 

Esperanza en el camino

En el «camino», que es la vida, no todos llevamos andado el mismo espacio. Aun así, a veces, somos sacados de este camino cuando todavía no nos toca. Este punto ignoto del camino es una cita que la vida nos tiene preparada en su agenda, y no podemos sugerir el día ni la hora, el dónde y el cómo; simplemente estar preparados para acudir a ella. No obstante, la esperanza pone en nuestros labios un «hasta luego» para los que nos preceden; y esta frase, cuando surge de la convicción más profunda, nos dibuja un horizonte de certeza… Hacia ese horizonte indica el dedo de la teología cristiana. 

11 «LO QUE NO ES LÍCITO…» (Marcos 2:23-28) 

Éste es uno de los breves relatos que componen la parte introductoria del Evangelio de Marcos. El autor ya ha dicho al comienzo de su obra que lo que sigue es el “principio del evangelio de Jesús”; es decir, el comienzo de la “buena noticia” de Jesús (El término “Evangelio”, en el sentido que hoy le damos para referirnos a la narrativa de los evangelistas, todavía no se conocía como tal; Marcos usa esta palabra en el sentido genérico del término griego, que significaba “llevar una buena noticia a alguien” (en el judaísmo, por ejemplo, comunicar al padre que le ha nacido un hijo varón – ver Jeremías 20:15). Pues bien, en los primeros siete capítulos de su obra, Marcos escenifica en qué consistía la buena noticia de Jesús, en la cual se ubica nuestro relato. 

El hecho que provocó la historia del relato 

En un día de reposo, sábado, Jesús caminaba con sus discípulos junto a un sembrado del cual estos cogieron algunas espigas para comer. Los fariseos, testigos de esta acción, les reprochó a Jesús: ¿por qué hacen en el día de reposo lo que no es lícito? 

Cualquier día de la semana hubiera sido lícito coger algunas espigas para comer, sin usar una hoz (Deuteronomio 23:25); pero esto lo estaban haciendo en sábado, y en este día estaba terminantemente prohibido hacer algún trabajo. Los rabinos habían clasificado los trabajos en treinta y nueve categorías diferentes, a los que llamaban «los trabajos padres», cuatro de los cuales eran segar, aventar, trillar y preparar una comida. Estos fariseos estaban acusando a los discípulos de Jesús de haber quebrantado esas cuatro prohibiciones. Para estos religiosos, quebrantar el sábado era una cuestión de vida o muerte (ver Éxodo 31:14-15). 

Jesús les habló en su propio idioma 

El perfil de las personas religiosas, en especial las fanáticamente religiosas, es igual en cualquier latitud del mundo, de cualquier religión y de cualquier época: funcionan a golpes de textos sagrados; en el fundamentalismo cristiano, la Biblia. Los fariseos de nuestro relato estaban, indirectamente, citando la Escritura cuando le dijo a Jesús: “no es lícito”. Jesús respondió a estos fariseos con una historia “bíblica” (¡un texto sagrado!), según la cual un sacerdote, a falta de pan común, había ofrecido a David (un fuera de la ley en aquel momento) el pan de la proposición (1 Samuel 21:1-6), que era un pan sagrado (Éxodo 25:23-30). Además, porque era un pan sagrado, cuando se cambiaba cada semana, debía ser comido por los sacerdotes y por nadie más, según una indicación divina (Levítico 24:5-9). 

Algunas enseñanzas de este relato 

Primera, que lo verdaderamente “sagrado” no es el día cuando se adora a Dios (sea un viernes, un sábado o un domingo, días señalados por las religiones del Libro), sino el hombre, ¡y esto ya era –y es- una buena noticia! ¡Las personas son más importantes que las normas!

Segunda, que el testimonio cristiano no consiste en “dejar de hacer cosas” en un día particular, aun si se trata de un día “sagrado”, sino en “hacer cosas buenas» en cualquier momento, no importa que día sea. 

Tercera, que el testimonio cristiano es una cuestión de oportunidades; y éstas están fuera del control de nuestra agenda. Debemos “estar” donde están las necesidades y responder ante ellas según nuestras posibilidades: ¡El Buen Samaritano! (Lucas 10:25-37).

Cuarta, que en el servicio a Dios cuentan las prioridades. En la historia de David la prioridad era el sustento de una persona hambrienta, aunque para alimentarla hubiera que coger el «pan sagrado», que sólo un sacerdote podía comer…

Quinta, que es buena noticia aquello que libera al ser humano de cualquier clase de legalismo, sobre todo si es religioso, porque éste niega la razón de ser del evangelio, que es por principio liberador. Y es buena noticia porque todo lo que libera dignifica al ser humano.

Emilio Lospitao

«Porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén» (Lucas 13:33)


Sólo Lucas incluye esta frase de Jesús referido a los profetas. Lo hace en el contexto de la advertencia de unos fariseos de que Herodes el Tetrarca quería matar a Jesús (el otro Herodes, padre de éste, ya quiso acabar con su vida cuando sólo contaba días de vida – según Mateo 2). La frase es un resumen de la historia de los profetas; pero no de todos los profetas. Hubo profetas funcionarios, que vivían del culto y de la corte; y hubo profetas independientes, autónomos… que se enfrentaron a la corrupción política, social y religiosa de su tiempo. Éstos últimos fueron mal comprendidos, insultados, discriminados, encarcelados e incluso matados por quienes ostentaban la representación de la Religión y el Culto oficiales. 

La paradoja

La historia del testimonio escritural está llena de paradojas. La paradoja de nuestro relato consiste en que, estos hoy grandes profetas a los que se refiere Jesús, cuyos discursos tenemos en forma de libros en la Biblia, fueron tenidos un día por villanos; hombres sin honor, perseguidos por la justicia, encarcelados como criminales y, algunos, muertos como tales. Las gentes de Judea, de Samaria y de Galilea tenían a Juan el Bautista por profeta (Mateo 14:5). Jesús le ensalzó y dijo de él que era “más que un profeta”: era el precursor de Aquel de quien los profetas habían hablado (Mateo 11:9-10). Pero el Bautista fue decapitado: hablaba demasiado (Mateo 14:3-4). Jesús se alineó con los profetas, no sólo en la actitud, sino también en el mensaje, por lo cual fue muy pronto perseguido (Juan 7:1; 11:53-54). La frase lapidaria, “porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén”, era una declaración inequívoca de su propia muerte, no lapidado, como fueron otros profetas antes que él, sino en la cruz: ¡Iba a ser ajusticiado por el poder de Roma!. 

¿Por qué Jerusalén? 

Porque Jerusalén representaba el poder político y religioso. Simplemente. Y por eso, aun cuando algún profeta no hubiera encontrado la muerte violenta en la ciudad de David, la frase ya estaba acuñada en la memoria popular. No importa de dónde procedía el profeta, o qué oficio ejercía, a qué rango social pertenecía…, su lugar de protesta era el templo, y éste estaba en Jerusalén. Lucas, quien describe el martirio de Esteban (¡en Jerusalén!), el protomártir cristiano, evocó esta historia de los profetas, cuando pone en boca de la víctima: “¡Duros de cerviz, e incircuncisos de corazón y de oídos! Vosotros resistís siempre al Espíritu Santo; como vuestros padres, así también vosotros. ¿A cuál de los profetas no persiguieron vuestros padres? Y mataron a los que anunciaron de antemano la venida del Justo, de quien vosotros ahora habéis sido entregadores y matadores…” (Hechos 7:51-52). ¡Mala vocación la de profeta! 

Observaciones adyacentes

¿Quiénes escribieron, conservaron y transmitieron los mensajes de los profetas, los cuales han llegado hasta nosotros en forma de libros? 

–¡Los príncipes políticos de Israel, quienes estuvieron enojados contra los profetas, y los habían puesto en la cárcel, no!

–¡Los sumos sacerdotes y demás personas notorias en los círculos dominantes religiosos, no! 

–¡Los terratenientes que fueron acusados de ladrones por los profetas, no!

¡Debieron de haber sido los discípulos y seguidores de los profetas, arriesgando su honor y sus vidas, quienes pusieron por escrito los discursos y añadieron pensamientos acorde con los de sus maestros, cuando estos no pudieron hacerlo materialmente! 

¡Luego, el tiempo hizo posible, progresivamente, que estos escritos fueran valorados, reconocidos y transmitidos por las generaciones posteriores! Ver Mateo 23:29-32. 

¿No resulta otra paradoja? 

Emilio Lospitao

¿No es éste el carpintero, hijo de María? (Mar. 6:1-6)


Una aproximación al texto 

Al texto bíblico podemos acercarnos, literariamente hablando, desde diferentes perspectivas; la más común quizás sea la litúrgica, la devocional, aquella que se realiza al margen de la exégesis propiamente dicha, porque no tiene tal propósito en ese momento. Incluso como una simple evocación introductoria para la espiritualidad en un contexto de contemplación, solitaria o colectiva; en esta aproximación al texto lo importante no es lo que significó en su contexto originario, sino lo que «le dice» al lector a priori; esto también es válido, pero es muy subjetivo. La lectura devocional, al pasar por alto el significado que los enunciados tienen en su origen, anula la «puesta en escena” de su contexto social y religioso, perdiendo, por lo tanto, la significación que pueda tener para nosotros. 

Otra perspectiva diferente de acercarnos al texto bíblico es la histórico-exegética, la lectura crítica, la que busca su significado a partir de su contexto natural originario, y dependiendo de –o auxiliándonos por– recursos interdisciplinares (culturales, sociológicos, antropológicos…) que nos ofrezcan modelos aproximados y arrojen luz sobre el enunciado del texto. Para conocer qué significado puede tener un texto para nosotros, que vivimos a dos mil años de distancia en el tiempo, necesitamos conocer qué significó en su contexto socio-religioso para los lectores coetáneos del texto. Pues bien, más que la primera –que no menospreciamos–, preferimos la segunda perspectiva para encauzar estas reflexiones.

La primera observación exegética de nuestro texto tiene que ver con los modelos relacionados con el “honor” en la época de Jesús. La segunda tiene que ver con la manera de “administrar” la información que tiene Marcos y Mateo. 

Los modelos del honor 

Los modelos del honor están presentes en todas las culturas, en todo tipo de sociedad. La mesopotámica y arcaica ley del talión, que el Legislador del Sinaí incluyó en su ordenamiento jurídico (Éxodo 21:22-25; Deuteronomio 19:21), tenía que ver con el honor, no de la víctima física y directa, sino de la familia, del clan, incluso de todo el pueblo. La persona más caracterizada de la familia directamente afectada, tenía el sagrado deber de reivindicar el honor “infligiendo el mismo daño” al agresor y ofensor del clan familiar. 

En el caso de Dina (la hija que Jacob tuvo con Lea), no bastaba que Siquem quisiera desposarse con ella después de haberla mancillado, ni que ella misma (y Jacob) aceptaran dicho desposorio, pues siempre quedaría pendiente el asunto del honor; no el honor de la mujer mancillada, sino el honor de la familia. Por ello, los hijos de Jacob no dieron por concluido el caso hasta que mataron a todos los varones de la familia de Siquem (y a él mismo) y requisaron como botín todas sus pertenencias (Génesis 34 – ¡horrible para nuestra mentalidad occidental!). Todavía hoy, en algunos lugares de Oriente Medio, está vigente la sangre de honor. Pero aparte de este modelo letal, había otros muchos modelos de honor presentes en los rigores más insignificantes de la vida, como ser “hijo de”, o ser reconocido como “protector de”, o tener el “título de”, o ser “amigo de”, o “compartir mesa con”, etc. Estos modelos de honor cobraban mucha importancia en las relaciones sociales del tiempo de Jesús. 

El hecho de que Jesús dialogara, se juntara y compartiera mesa “con los publicanos y pecadores” emitía un mensaje muy claro hacia afuera, que era, además, negativo en aquella sociedad: Jesús desprestigiaba no sólo su “honor”, sino el de su familia, con ese comportamiento. Por eso, en cierto momento, su madre y sus hermanos intentaron “rescatarle” de entre «ese» tipo de compañía, pensando que su actitud era propia de una persona que ha perdido el juicio, es decir, ha perdido “el sentido del honor” (Marcos 3:20-21). Por otro lado, como «beneficio colateral», al juntarse y compartir mesa con “ese” tipo de personas, éstas no sólo recuperaban su autoestima (dañada por los estigmas de las censuras religiosas – ver Marcos 2:16 y otros), sino que recuperaban en cierta medida el honor perdido. Obviamente, Jesús trastornó los modelos del honor de su tiempo.

Pues bien, el relato de Marcos que nos concierne pone en boca de los paisanos de Jesús, estas palabras: “¿No es este el carpintero, hijo de María…? (ver Marcos 6:1-6). 

El relato de Marcos comienza diciendo que “Jesús… vino a su tierra, y le seguían sus discípulos”. Es decir, Jesús llegó a Nazaret como solían llegar los rabinos notorios: rodeado de sus discípulos. Jesús llegó a ser reconocido como un maestro, incluso por los propios escribas (Marcos 12:32 y otros). Pero en Nazaret se resistían a reconocerle como tal, por eso en sus inquisitivas preguntas querían mantener su estatus de origen: un carpintero (un simple y vulgar artesano). Lucas narra una estancia de Jesús en Nazaret que, independientemente de que fuera la misma u otra distinta, pone en evidencia la hostilidad de los nazarenos contra Jesús (Lucas 4:16-30).

Pero lo más significativo del texto de Marcos es que a Jesús le llaman “hijo de María”. ¡Hijo de María!

Salvo en casos muy excepcionales, en la Biblia se dice siempre de alguien que es “hijo de fulanito”; la referencia genealógica patriarcal siempre es el padre. Esta referencia tenía también una conexión directa con el honor. Ser “hijo de fulanita” podía significar dos cosas: o bien que el padre había muerto hacía mucho tiempo y el nombre de la viuda adquirió notoriedad (y, por lo tanto, requería una explicación), o bien no tenía padre reconocido; o sea, que era un hijo “ilegítimo”. Algunos estudiosos infieren que José, el marido de María, habría muerto para entonces y la filiación de los hijos habría pasado al nombre de María. Pero esto es sólo un supuesto. Un texto ambiguo de Juan deja entrever el concepto malicioso que, según algunos comentaristas, corría en los días de Jesús respecto al honor de María: ¡ella habría tenido a Jesús de una relación ilícita!: “Nosotros no somos nacidos de fornicación; un padre tenemos, que es Dios” (Juan 8:41). Esta confabulación contra el honor de María, que se encuentra en Celso y en el Talmud, la pone en duda el judío Joseph Klausner, autor de «Jesús de Nazatret» (Paidós, 1991, p.57). De cualquier manera, no sabemos a ciencia cierta a cuál de los dos casos citados debemos atenernos para entender mejor la pregunta (¿contenciosa?) que Marcos recoge (“Hijo de María”).

La administración de la información 

Aunque pequemos de reiterativos, queremos recordar al lector la libertad con la que los evangelistas escribieron sus “Evangelios” respectivos. Ellos no fueron “taquígrafos”, ni escribieron al dictado de nadie (tampoco al dictado del Espíritu Santo). Escribieron con un propósito apologético y con un esquema previo ideológico personal. Se da por hecho que Mateo usó el Evangelio de Marcos como una de sus fuentes, la principal de ellas. 

Pues bien, igual que los copistas de los textos bíblicos de los siglos posteriores, que se tomaron la libertad de “corregir”, “ampliar” o “armonizar” la Escritura que copiaban (¡Crítica Textual!), Mateo hizo algo parecido –también lo hizo Lucas– al copiar el texto de Marcos. 

Donde Marcos dice “¿No es este… Hijo de María?”, Mateo dice “¿no se llama su madre María?” (Mateo 13:55) ¡Son dos maneras distintas de formular la pregunta! La lectura de Marcos expresa el aspecto genealógico con el que la gente identificaba el origen, el rango y el honor de una persona (Compárese con el título que algunos atribuían a Jesús: ¡Hijo de David! – Marcos 10:47; 12:35; etc.). La lectura de Mateo evita el estigma que conllevaba citar a una persona con el nombre de la madre, que era como decir que dicha persona “carecía” de padre reconocido. Este cambio por parte de Mateo podría evidenciar que, en aquellos días, referirse a Jesús como «hijo de María» cuestionaba el honor de ésta. 

Y, por último, una vez más Mateo cambia otra pregunta. Donde Marcos dice “¿no es este el carpintero?, Mateo dice “¿No es este el hijo del carpintero?” (Mateo 13:55). Ser carpintero entra en una categoría de honor concreta, que correspondía a la clase media-baja. Ser “hijo de” un carpintero suavizaba dicha categoría toda vez que, aun siendo hijo de un artesano, habría podido tener el privilegio de alcanzar una categoría mayor con el honor que correspondiera. Mateo quiere que sus lectores intuyan que Jesús había sido algo más que un simple artesano… ¡por una cuestión de honor! 

Emilio Lospitao

“Se acercaban a Jesús… para oírle” (Lucas 15:1).


Empatía y misión

Nos llama poderosamente la atención esta frase: “Se acercaban a Jesús todos los publicanos y pecadores para oírle”. La explicación del éxito de esta convocatoria está en el comentario jocoso, pero auténtico, de los escribas y los fariseos respecto a Jesús: “Este a los pecadores recibe y con ellos come” (Lucas 15:2). No hay ninguna duda, a la luz de este texto, que aquellos “publicanos y pecadores” hallaban no poca complacencia en escuchar al Galileo. El secreto de Jesús, para rodearse de este peculiar auditorio, fue la aceptación de estas personas, tales cuales eran. Simplemente. Jesús fue diferente a los líderes religiosos de su época. Según Lucas, Jesús recibía (como anfitrión) a los “pecadores” y comía con ellos. El término recibir (acoger) parece referirse a la invitación que Jesús ofrecía a los publicanos, en correspondencia de las invitaciones a los banquetes de estos, según las buenas costumbres (ver Lucas 14:13-14). La aceptación de Jesús hacia estas gentes (excluidas de la sociedad por imperativos religiosos), les devolvía la dignidad y la autoestima, arrebatadas por el inflexible formalismo religioso. Una de las diferencias entre Jesús y los líderes religiosos judíos de su época consistía en la cálida empatía que Jesús mostraba en el simple acto de aproximarse a las gentes, cualquiera que estas fueran. ¿Quién no iba a querer escuchar a un predicador así? Si tenemos en cuenta que el “Reino de Dios” se hizo presente con Jesús, esto debe significar que dicho “reino” tenía como particular objetivo reivindicar la justicia de la cual los pobres, los excluidos…, eran acreedores [“…y a los pobres es anunciado el evangelio” (del Reino) – Mateo 11:5]. ¡Con su aceptación, Jesús les dio una buena noticia (“evangelio”)!

El caballo delante del carro

Jesús desarrollaba su ministerio en sentido inverso a esos líderes religiosos. Estos exigían de los “pecadores” un “cambio” para acercarse a ellos… (Además de las cargas que les imponían). Jesús se acercaba a ellos, sin condenarlos, sin imponerles cargas, para que dicho “cambio” se produjera. Jesús comenzaba por donde los religiosos querían terminar. La historia de Zaqueo ilustra esta dinámica. En el encuentro entre Jesús y Zaqueo (un jefe de los –“pecadores”– publicanos), el Maestro no requirió nada de él, ni arrepentimiento, ni conversión… ¡Nada! Le aceptó tal cual era. Y, sin embargo, este respeto de Jesús hacia su persona fue lo que impulsó a Zaqueo a dar un cambio radical en su vida: “He aquí, Señor, la mitad de mis bienes doy a los pobres; y si en algo he defraudado a alguno, se lo devuelvo cuadruplicado. Jesús le dijo: Hoy ha venido la salvación a esta casa; por cuanto él también es hijo de Abraham. Porque el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lucas 19:8-10). Es posible que este relato, como otros tantos en los Evangelios, esté idealizado, pero eso no cambia nada la perspectiva que nos ofrece de Jesús. El corazón del ser humano no se transforma con “religión” (la ley), sino con “aceptación” (la gracia). ¿Seremos capaces de entender esto? 

Los campos están blancos para la siega

“Alzad vuestros ojos y mirad los campos, porque ya están blancos para la siega”. Juan puso estas palabras en boca de Jesús en el contexto del relato de la mujer samaritana (Juan 4:35 sig.). En un contexto diferente, Mateo dice que “al ver [Jesús] las multitudes, tuvo compasión de ellas; porque estaban desamparadas y dispersas como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: A la verdad la mies es mucha, mas los obreros pocos. Rogad, pues, al Señor de la mies, que envíe obreros a su mies” (Mateo 9:36-38). El común denominador de ambos relatos es, metafóricamente, la “mies” (la cosecha). Supuestamente, los maestros de la Ley y los fariseos (los líderes religiosos) deberían haber estado “pastoreando” a esas multitudes (recogiendo la cosecha); pero, por el contrario, con sus actitudes se fueron alejando cada vez más de ellas, estigmatizando a todos cuantos no se atenían a sus formales y legalistas interpretaciones de la Ley. Con sus imposiciones legales y religiosas se convirtieron en un obstáculo, no sólo para acercarse ellos mismos a los “pecadores”, sino para que esos “pecadores” se acercaran a Dios. ¿Estará ocurriendo eso mismo hoy? ¿No es paradójico que, cuando se está marginando la religión porque se cree que la ciencia tiene todas las respuestas, miles de personas, de todas las edades, de ambos sexos, acudan al esoterismo, al Tarot, al espiritismo, a las filosofías orientales… para satisfacer su irresistible necesidad de trascendencia? Esto debería hacernos pensar, y preguntarnos por qué hoy los “pecadores” no se acercan a nosotros para oírnos. Porque los campos… ¡los campos siguen estando blancos para la siega! 

Volver a la pedagogía de Jesús es un imperativo

La pedagogía tradicional misionera heredada, tanto católica como protestante, está impregnada de la teología farisaica, que primero exige cambios e impone cargas antes de cualquier aceptación del “pecador”; los religiosos reconocen a los “pecadores” (en el reino de Dios) después de que estos hayan satisfecho sus demandas (¡Sometimiento religioso!). Jesús –contra toda lógica– acepta a los “pecadores” (en el reino de Dios) para que puedan satisfacer las demandas de dicho reino [“De cierto os digo, que los publicanos y las rameras van delante de vosotros al reino de Dios – Mateo 21:31]. Esta “aceptación”, en la cual la persona descubre al Tú (Dios), y a través de este descubrimiento descubre su propio “yo”, es el comienzo de la verdadera humanización, de la salvación, la cual el Hijo del Hombre vino a realizar (vino para salvar lo que se había perdido). Esta salvación (realización) no tiene nada que ver con ningún tipo de proselitismo, ni con la pertenencia a alguna Iglesia particular. Evangelizar es mucho más que simplemente aumentar el número de nuestra particular feligresía.

Emilio Lospitao