¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? (Lucas 24:5).


El lector curioso de los relatos evangélicos sobre la resurrección de Jesús se queda algo sorprendido cuando coteja la narrativa de los cuatro evangelistas. ¿Cuándo resucitó Jesús? ¿A quién se apareció primero y dónde? ¿Tuvo a los discípulos de acá para allá, de Judea a Galilea, para reencontrarse con ellos? ¿Durante cuarenta días? ¿Desde dónde exactamente fue “ascendido al cielo”? ¿Qué clase de resurrección fue la de Jesús? ¿Fue importante la tumba vacía como nota apologética en la predicación posterior?…

Estas preguntas han hecho gastar mucha tinta durante los dos últimos siglos… y la que hará gastar todavía. Aquí no vamos a responderlas. No tenemos los recursos para hacerlo. En el fondo, tampoco es necesario. ¿Qué hubiera aportado a la fe cristiana las respuestas correctas a dichas preguntas? Visto desde otro punto de vista, ¿no hubiera resultado sospechoso un exceso de coherencia y exactitud en los relatos? En última instancia, tenemos lo que tenemos. Y lo que tenemos fue el resultado de la fe, no el objeto de ella. Es decir, cualquier cosa que impulsó a los discípulos a predicar al “Resucitado” estaba más allá de la concordancia de los testimonios en sí, o incluso de la tumba vacía, de la cual nunca hablaron en sus predicaciones para afirma su fe. 

La fe de la Iglesia, desde su mismo origen, se fundamentó en la vivencia personal, consciente, indubitable de los testigos: que el Jesús que habían crucificado y enterrado en una tumba, estaba vivo. Que el “Resucitado” pudiera comer y beber, aparecer y desaparecer, atravesar paredes… son formas de comunicar sus vivencias que estaban por encima de la comprensión de los testigos. ¿Qué lenguaje, símbolos, metáforas, podrían utilizar? ¿La tumba vacía? ¿Es que hacía falta que estuviera vacía? ¿Ascendido al cielo? ¿Qué cielo? ¿Hacia qué dirección? ¿A la derecha del Padre? ¿Y dónde está el Padre y cuál es Su derecha?… 

La mejor pregunta fue la que formuló el “ángel” en la puerta del sepulcro donde habían enterrado a Jesús: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive?”. Eso es, ¿por qué buscamos vida, la vida, donde no hay vida? La religión, cualquier religión –incluso la adjetivada como “cristiana”- no ofrece, no puede ofrecer vida. Ofrece eso: religión, dormidera… sólo Aquel que resucitó al “Crucificado”, el Dios vivo, el Dios de la Vida, es el único que puede darnos vida. Vida aquí y ahora, cierta calidad de vida.

Emilio Lospitao

Y ellos volvieron a dar voces: ¡Crucifícale! (Mar. 15:11)


Los cuatro evangelistas coinciden en este grito infame por el cual pedían a Pilato que crucificara a Jesús. Mateo y Marcos dicen que los principales sacerdotes y los ancianos persuadieron a la multitud para que pidiese a Barrabás, y que Jesús fuese muerto (Mat. 27:20; Mar. 15:11). Lucas simplemente introduce a la multitud que pedía la crucifixión de Jesús (Luc. 23:18 sig.). Juan presenta a los principales sacerdotes y sus alguaciles como interlocutores con Pilatos pidiendo lo mismo, la crucifixión de Jesús (Juan 19:6). Es unánime la opinión de que, si bien la crucifixión fue llevada a cabo por los romanos (quienes tenían poder para ejecutarla); no obstante, los evangelistas muestran mucho interés en exponer a los judíos como acusadores contra Jesús hasta lograr que Pilato finalmente le condenara. Pero no queremos distraer al lector con este tema histórico.  

¿Quiénes pudieron formar aquella multitud que gritaba pidiendo la muerte de Jesús?

Mateo y Marcos, como hemos visto, dicen que los principales sacerdotes y los ancianos “persuadieron a la multitud”. Ahora bien, ¿a qué multitud pudieron los sumos sacerdotes persuadir para que pidieran la muerte de Jesús? Hemos oído en muchísimos sermones, apelando al simple emocionalismo, cuán voluble es el ser humano (y lo es, unos más que otros), infiriendo que en aquella multitud que gritaba pidiendo la muerte de Jesús estarían también aquellos que unos días antes le habían dado la bienvenida a Jerusalén, gritando: ¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor, el rey de Israel! (Juan 12:12-13). ¿Pero puede ser eso así? ¿Puede una multitud cambiar tan súbitamente de parecer? ¿Quiénes formarían esa multitud que pedía gritando la muerte de Jesús?

Los opositores al templo

La sociedad israelita del Nuevo Testamento no era homogénea y uniforme social, religiosa ni políticamente. O sea, era una sociedad como cualquier otra. Aparte de los diferentes estratos sociales (que siempre tiene algo que ver), en Israel existían grupos opositores al sistema y concretamente al templo, no por lo que éste representaba, sino precisamente por lo que representaba. Es decir, no estaban de acuerdo de cómo era administrado por la clase sacerdotal, que, además, contemporizaba con el Imperio opresor. Los esenios de la comunidad de Qumrán era uno de estos grupos. Se apartaron de la institución del templo considerándose a sí mismo un templo santo. Otras fuerzas sociales independentistas, más o menos organizadas, la formaban los zelotes, quienes no dudaban asesinar o llevar a cabo actos terroristas contra el poder opresor (los romanos). Y resulta que el mayor reclutamiento de estas facciones procedía de las zonas rurales, que eran las más castigadas por el sistema político y religioso. De hecho, durante las grandes concentraciones en Jerusalén, en las fiestas importantes, como la Pascua, que reunía a miles de peregrinos procedentes de Galilea, de Judea y de la diáspora, estos grupos díscolos aprovechaban la masa para originar disturbios y atentados. 

Ahora bien, el movimiento de Jesús, y la gran mayoría de simpatizantes al movimiento, procedían casi todos de Galilea, especialmente de las zonas rurales. Los dirigentes religiosos de Jerusalén conocían el espíritu crítico de Jesús respecto al templo (Juan 4:21; Mar. 14:58). De hecho, la primera persecución de los cristianos en Jerusalén, se debió a la arenga de Esteban, en la cual queda patente también la crítica al templo (Hechos 7:48 sig.). Es decir, los sumos sacerdotes no pudieron persuadir a gentes que eran críticas y opuestas al templo, o sea, al sistema que lo gobernaba. La gran mayoría que formaba la “multitud” de peregrinos en la fiesta de la Pascua no eran tan volubles como para dejarse persuadir por aquellos hacia los cuales mantenían una actitud crítica. Más bien, la multitud (persuadida) que gritaba pidiendo la muerte de Jesús, estaba compuesta por personas con intereses relacionados con el templo y con sus administradores: ¡los advenedizos! Estos, y sólo estos, fueron los fáciles de persuadir para pedir la muerte de Jesús. ¡Dios nos libre de advenedizos!

Emilio Lospitao

«Porque les enseñaba como quien tiene autoridad…» (Mateo 7:29)


Con estas palabras culmina el llamado “Sermón del Monte”, que sólo narran Mateo, que lo expone de forma unificada, y Lucas, que ubica las enseñanzas del Sermón de manera discrecional a lo largo de su obra. El hecho de que sólo estos dos evangelistas incluyan este material, que pertenece además a las “enseñanzas de Jesús”, se atribuye al documento “Q”, de la teoría documental de las fuentes de los Sinópticos.

Una de las particularidades de Jesús, como maestro, es que no se ajustaba a la costumbre de los rabinos de su época, los cuales se limitaban a interpretar la Ley y las tradiciones de sus ancestros para aplicarlas a las diversas circunstancias de la vida. Estos citaban a infinidades de sabios judíos para respaldar sus propias enseñanzas, que solían ser casuísticas. Nunca un rabino de la época de Jesús –y de ninguna otra época– se hubiera atrevido a decir: “ya sabéis que se dijo a los antepasados…; pero yo os digo” (Mateo 5:1 ss.). Jesús no explicaba los textos sagrados, que tanto veneraban los maestros religiosos (especialmente los fariseos) junto a las tradiciones, sino que exponía su mensaje, el reino de Dios, el evangelio (la buena noticia), con su propia autoridad, recurriendo a las experiencias diarias del vivir humano. Una manera de comenzar sus discursos era: “de cierto, de cierto, os digo” (cien veces en los Evangelios).

De la autoridad moral nace la libertad. Jesús se sintió libre para predicar el “reino de Dios”, presente en su persona y en su enseñanza, las cuales muestran la gratuidad de la misericordia de Dios, especialmente para los más débiles, como los pobres, los mutilados, los enfermos, los “pecadores”, en definitiva, los desheredados de la sociedad. 

Y desde esa libertad denunció el pecado que permeabilizaba las diversas clases sociales, como la injusticia de los ricos (Lucas 6:24-25; 12:13-21; 16:19-31); la soberbia de los líderes religiosos, que conocían y predicaban la voluntad de Dios, pero no la cumplían, además de que imponían cargas pesadas al pueblo sencillo sin ayudarlo a liberarse (Mateo 23:4). Desde esa libertad que otorga la autoridad moral, Jesús censuró la visión legalista de la vida (Mateo 23:23-24; Lucas 11:42), las prácticas religiosas hipócritas, al servicio de la vanidad personal (Mateo 6:1-18), la enseñanza de la religión basada en los méritos personales (Lucas 18:9-14; 15:11-32; Mateo 20:1-16) y en el desprecio a los sencillos, incultos y “pecadores” (Mateo 21: 31). 

Y desde esa libertad que otorga la autoridad moral, Jesús desafió a las normas de convivencia y los prejuicios de los piadosos: aceptó la compañía de personas de baja reputación, de fama sospechosa, ignorantes, prostitutas, publícanos, “pecadores”. Jesús comió con ellos, se sintió solidario con ellos, celebró ya anticipadamente con ellos la fiesta final y se atrevió a ofrecerles el perdón de Dios sin exigirles antes una previa penitencia (Marcos 2:1-12; Lucas 7:36-50; 19:1-10). Es cierto que sus palabras y su actitud provocaban incomprensión (Lucas 15:1-2); a veces, indignación (Lucas 19:7; Mateo 20: 11); otras, injurias (Mateo 11: 19); y hasta blasfemia (Marco 2:7). Todo ello porque se atrevió a proclamar el perdón y la misericordia de Dios con fe y con libertad frente a toda clase de presiones: “En verdad os digo, los publícanos y las prostitutas llegan antes que vosotros [los religiosos] al reino de Dios” (Mateo 21:31). 

El resultado de esta manera de ser y de actuar de Jesús, fue que muchas personas, hombres y mujeres, cambiaron su manera de actuar y de ser (Lucas 7:36-50; 19:1-10; etc.). ¿Habrán entendido bien el mensaje de Jesús algunos predicadores? 

Emilio Lospitao

Lo que no es lícito (Mar. 2:23-28)


Éste es uno de los breves relatos que componen la parte introductoria del Evangelio de Marcos. El autor ya ha dicho al comienzo de su obra que lo que sigue es el “principio del evangelio de Jesús”; es decir, el comienzo de la “buena noticia” de Jesús. El término “Evangelio”, en el sentido que hoy le damos para referirnos a la narrativa de los evangelistas, todavía no se conocía como tal; Marcos usa esta palabra en el sentido genérico del término griego, que significaba “llevar una buena noticia a alguien” (en el judaísmo, por ejemplo, comunicar al padre que le ha nacido un hijo varón – ver Jeremías 20:15). Pues bien, en los primeros siete capítulos de su obra, Marcos escenifica en qué consistía la buena noticia de Jesús, en la cual se ubica nuestro relato.

EL HECHO QUE PROVOCÓ LA HISTORIA DEL RELATO

En un día de reposo, sábado, Jesús caminaba con sus discípulos junto a un sembrado del cual estos cogieron algunas espigas para comer. Los fariseos, testigos de esta acción, les reprochó a Jesús: ¿por qué hacen en el día de reposo lo que no es lícito?

Cualquier día de la semana hubiera sido lícito coger algunas espigas para comer, sin usar una hoz (Deuteronomio 23:25); pero esto lo estaban haciendo en sábado, y en este día estaba terminantemente prohibido hacer algún trabajo. Los rabinos habían clasificado los trabajos en treinta y nueve categorías diferentes, a los que llamaban «los trabajos padres», cuatro de los cuales eran segar, aventar, trillar y preparar una comida. Estos fariseos estaban acusando a los discípulos de Jesús de haber quebrantado esas cuatro prohibiciones. Para estos religiosos, quebrantar el sábado era una cuestión de vida o muerte (ver Éxodo 31:14-15).

JESÚS LES HABLÓ EN SU PROPIO IDIOMA

El perfil de las personas religiosas, en especial las fanáticamente religiosas, es igual en cualquier latitud del mundo, de cualquier religión y de cualquier época: funcionan a golpes de textos sagrados; en el fundamentalismo cristiano, la Biblia. Los fariseos de nuestro relato estaban, indirectamente, citando la Escritura cuando le dijo a Jesús: “no es lícito”. Jesús respondió a estos fariseos con una historia “bíblica” (¡un texto sagrado!), según la cual un sacerdote, a falta de pan común, había ofrecido a David (un fuera de la ley en aquel momento) el pan de la proposición (1 Samuel 21:1-6), que era un pan sagrado (Éxodo 25:23-30). Además, porque era un pan sagrado, cuando se cambiaba cada semana, debía ser comido por los sacerdotes y por nadie más, según una indicación divina (Levítico 24:5-9).

ALGUNAS ENSEÑANZAS DE ESTE RELATO

Primera, que lo verdaderamente “sagrado” no es el día cuando se adora a Dios (sea un viernes, un sábado o un domingo, días señalados por las religiones del Libro), sino el hombre, ¡y esto ya era –y es- una buena noticia! ¡Las personas son más importantes que las normas!

Segunda, que el testimonio cristiano no consiste en “dejar de hacer cosas” en un día particular, aun si se trata de un día “sagrado”, sino en “hacer cosas buenas» en cualquier momento, no importa qué día sea.

Tercera, que el testimonio cristiano es una cuestión de oportunidades; y éstas están fuera del control de nuestra agenda. Debemos “estar” donde están las necesidades y responder ante ellas según nuestras posibilidades: ¡El Buen Samaritano! (Lucas 10:25-37).

Cuarta, que en el servicio a Dios cuentan las prioridades. En la historia de David la prioridad era el sustento de una persona hambrienta, aunque para alimentarla hubiera que coger el «pan sagrado», que solo un sacerdote podía comer… ¡quebrantando con ello el mandamiento divino!

Quinta, que es buena noticia aquello que libera al ser humano de cualquier clase de legalismo, sobre todo si es religioso, porque éste niega la razón de ser del evangelio, que es por principio liberador. Y es buena noticia porque todo lo que libera dignifica al ser humano.

Emilio Lospitao