Metáforas: un guiño a la hermenéutica


El DRAE define la metáfora como un “tropo que consiste en trasladar el sentido recto de las voces a otro figurado, en virtud de una comparación tácita”; y continúa diciendo que es la “aplicación de una palabra o de una expresión a un objeto o a un concepto, al cual no denota literalmente, con el fin de sugerir una comparación (con otro objeto o concepto) y facilitar su comprensión”.

La metáfora, como expresión, tanto escrita como hablada, forma parte de la vida, de lo cotidiano. En todos los idiomas. En unas culturas quizás más que en otras, pero en definitiva en todas. La comunicación se colapsaría sin las metáforas.

En una teología narrativa, como es la teología de la Biblia en general, no podían faltar las metáforas, no solo por la cultura donde se escribieron sus libros, sino por los contenidos que comunica, ya que la prosa llana no logra su objetivo. A esas metáforas propias de la cultura hay añadirle, primero, la cosmovisión de sus escritores, que no era diferente de la de sus coetáneos y, segundo, la creatividad literaria y el propósito del autor del libro. Solo estos tres aspectos: El lenguaje metafórico, la cosmovisión y el propósito del autor, son elementos suficientes para despertar no poco pudor en leer los libros de la Biblia de manera literal y desde las categorías del siglo XXI.

Dos ejemplos paradigmáticos entre los libros del Primer Pacto (Antiguo Testamento): El libro de Job y el libro de Jonás. Ambos libros son expresiones creativas, teológicas y apologéticas de sus respectivos autores en un momento concreto de la historia de Israel. Son libros históricos solo porque sus autores lo fueron, pero no sus personajes y sus historias. Sus historias son creaciones literarias para cuestionar los conceptos teológicos populares de su época. El libro de Job para cuestionar la idea popular de que todo agravio personal tiene una causa moral de la persona que lo sufre (esta idea llegó hasta los días de Jesús – Juan 9:2). El libro de Jonás para hacer frente al etnocentrismo del pueblo judío, que pensaba que Dios no perdía el tiempo preocupándose por los “perros” gentiles. Esta idea sigue arraigada en el cristianismo, y más mientras más conservador es.

La introducción del libro de Job ya debería ponernos sobre aviso de la naturaleza del libro. Su puesta en escena es absolutamente mítico/persa: un Consejo divino cortejado por subalternos, entre ellos el Satán quien se encargará de poner a prueba “a un hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal” (Job 1:1). La puesta en escena que sirve de introducción al libro de Jonás, aunque de otra naturaleza, es muy parecida en cuanto a su carácter mítico: un gran pez que traga al profeta rebelde, y que lo vomitará en el lugar adecuado, como persuasión para que vaya a Nínive, ¡cerca de mil km en línea recta!

Estas dos obras literarias son simples metáforas; pero, eso sí, con todo su rico y significativo contenido teológico. Esta significación teológica, que es el meollo de las obras, es la que se pierde cuando se literaliza el texto.

Emilio Lospitao