Balar distinto…


Una de las muchas y bellas metáforas que encontramos en la Biblia está representada por el sustantivo “pastor” y el verbo “pastorear” referidos a Dios: “El Señor es mi pastor…, junto a aguas de reposo me pastoreará…” (Sal. 23). Una metáfora sacada de la milenaria vida pastoril de Oriente Medio. Millones de cristianos –y quizás no cristianos– conocen de memoria este Salmo. El autor del cuarto Evangelio pone en boca de Jesús esa misma metáfora: “Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por sus ovejas” (Jn. 10:11). Un paralelo teológico que las primeras comunidades cristianas hicieron conscientemente entre el Adonay del Primer Pacto y el Señor (Jesús) del Segundo Pacto. Pero no es sobre teología cristológica de lo que quiero escribir.

El sustantivo “pastor” y el verbo “pastorear”, como metáforas, llevan implícito otras metáforas correlacionadas: la “oveja” y el “rebaño”. Metáforas que se vienen evocando desde las primeras comunidades domésticas cristianas. Pero el lenguaje vivo, rico en sus matices, en todos los idiomas, ha sabido matizar coloquialmente, al menos en castellano, entre “oveja” y “borrego”. El sentido metafórico de “oveja” mantiene su validez en tanto que se relaciona con la Iglesia como “Rebaño”. El sustantivo “borrego” o el adjetivo “aborregado”, sin embargo, tiene un sentido peyorativo dirigido a la persona que ha anulado su personalidad (y su autonomía intelectual) para formar parte de la masa que no piensa (porque otros pensarán por ella).

Pues bien, aclaradas las metáforas, pero en el contexto de ellas, resulta que es un despropósito, incluso una subversión, “balar” de forma distinta al resto del “rebaño”. Balar distinto no solo desentona la “armonía” del mismo, sino que lo pone en peligro. De ahí que el pastor, responsable de la salud espiritual del aprisco, cuidará que, o bien la oveja vuelva a la misma partitura y en la misma clave (metafóricamente hablando otra vez), o busque la puerta más próxima del redil y lo abandone.

La cuestión es que, mires por donde lo mires, siempre sacas la misma conclusión: la paz y la armonía que evocan aleluyas por doquier casi siempre tiene como requisito, no la individualidad de la oveja con personalidad propia, que piensa y se atreve a balar con su tono propio, sino el aborregamiento. Así que, si quieres formar parte del rebaño con tus derechos y deberes, tienes que pagar el precio de convertirte o bien en borrego o en oveja de un solo y único balar, como el resto del rebaño.

Por eso, siempre que salen a colación las personas que ya no asisten por voluntad propia a las reuniones de la iglesia, cualquier iglesia, pero que formaron parte activa de ella en algún momento, me sale la vena de abogado defensor para reivindicarlas. Sobre todo porque cuando se las cita es para desmerecerlas simplemente porque ya no asisten: se marcharon. Y, quizás por el dicho de que “en todo sitio cuecen habas”, desistieron de afiliarse a otra congregación. No han dejado de sentirse cristianas, pero prefieren vivir su cristianismo con la independencia y la personalidad propia de la oveja que quiere balar según su personal partitura y en clave propia. Lo triste, lo tristísimo, es que el diagnóstico de los cuidadores del aprisco, con la miopía que suele caracterizarles, y salvo raras excepciones, se limitan a proclamar que “nunca habían sido convertidas”, o, en el mejor de los casos, que han perdido “el primer amor”. Pero nunca se les pasará por la cabeza a estos diagnosticadores que esas ovejas se marchan porque el redil que les ofrecen les exige comulgar con ruedas de molino. Y así, claro…

Emilio Lospitao