¿Jesús antisistema?


¡Ya lo sé, calificar a Jesús de Nazaret como antisistema es una herejía! El Jesús elevado a los cielos que adoramos en nuestras iglesias no pudo originar ni haberse asociado con un movimiento antisistema y provocador. Pero echemos un vistazo a lo que dicen los Evangelios de él:

Para empezar, Jesús se enfrentó con los estándares familiares de su época

El llamamiento que hacía Jesús conllevaba un cierto e inevitable desarraigo social y familiar. Dejar “todo” para seguirle significaba dejar casa y familia, algo deshonroso en la sociedad de la época. Jesús afirmó: “si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Luc. 14:26). Cuando alguien pidió seguirle, Jesús le contestó a bocajarro: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; y tú ve, y anuncia el reino de Dios” (Luc. 9:60). La propia paternidad no era deseable según se desprende del comentario sobre aquellos que se habían privado de la capacidad de engendrar por causa del reino de Dios (Mat. 19:12), algo impensable en la sociedad judía. Jesús dio prioridad a la nueva familia espiritual que surgía de la predicación del reino de Dios sobre la familia carnal: “¿quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando a los que estaban sentados alrededor de él, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos” (Mar. 3:33-34). Ante la tierna mirada hacia un “joven rico”, y su comentario: “vende todo lo que tienes… y ven, sígueme, tomando tu cruz”, los apóstoles le recordaron: “nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido” (Mar. 10:17-31). Las “buenas nuevas” (reino-evangelio) de Jesús llama a la radicalidad al margen de los estándares establecidos, y solo esta radicalidad puede cambiar los sistemas obsoletos, sobre todo cuando se han convertido en alienantes y deshumanizadores.

En segundo lugar, Jesús se enfrentó al sistema sacrificial del Templo (la religión)

El simple hecho de relacionarse con personas marginadas de la vida social y religiosa, suponía una provocación a la autoridad eclesiástica representada por los escribas y los fariseos (“este a los pecadores recibe y con ellos come” – Lc. 15:2). Otorgar el perdón a los pecadores al margen de las prescripciones de la religión y del templo era disparar un misil a la línea de flotación del Sistema religioso (Mar. 2:1-12; Luc. 7:36-50; etc.). Pero el punto álgido de esta provocación fue su afirmación de que para adorar a Dios no hacía falta ningún templo, ¡ni siquiera el de Jerusalén! (Jn. 4:20-24). Jesús era consciente de sus actitudes y de sus palabras, sabía lo que provocaban. Pero actuó y habló con firmeza y contundencia. También sabía lo que le esperaba, pero “afirmó su rostro para ir a Jerusalén” de todas formas (Luc. 9:51). ¿Resultado? ¡Le condenaron y le entregaron al poder secular para ser crucificado! ¡Hoy le volverían a condenar… los mismos!

En tercer lugar, Jesús se enfrentó al poder económico y político de su época

Aparte de llamar “hipócritas” a algunos de los fariseos (Mat. 23), la palabra más fuerte puesta en boca de Jesús fue “zorra”, dirigida nada menos que a la máxima autoridad política de Galilea: el tetrarca Herodes (Luc. 13:31-32). Pero el gesto más osado de Jesús, retando al poder económico y político del Sistema judío, fue cuando expulsó de los atrios del templo a los cambistas (¡los banqueros de la época!), que extorsionaban a los peregrinos de la diáspora, y de cuya extorsión se beneficiaban los altos jerarcas del Sanedrín (Mar. 11:15-19). ¡Qué poco hemos cambiado! ¿Podemos cerrar los ojos, y las entendederas, para no ver la magnitud política y social de este episodio? ¿Tanto nos cuesta dejar de mirar “hacia arriba” un minuto para encarar esta realidad humana, terrena, histórica y comprometida de Jesús?

¡Claro que Jesús hubiera estado entre los antisistemas del 15M español!

Emilio Lospitao

Las esquinas de la fe…


El autor de la carta a los Hebreos dice que la fe “es la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (VRV1960). Posiblemente esta sea la mejor definición de la fe en sentido pleno. En esa categoría queda la fe en Dios, el Misterio, el Absoluto… en cualquiera de las diferentes experiencias religiosas sean estas animistas, monoteístas o en el contexto de cualquier filosofía religiosa.

Pero esa certeza, expresada de manera tan categórica por el autor de Hebreos, cuando se eleva a la categoría de dogma sine qua non para merecer el calificativo de “creyente”, deviene en simple y burdo fanatismo. La ausencia de una mínima duda no es patrimonio del creyente, sino del fanático. El fanático no alberga ninguna duda nunca. Todo está muy claro para él, porque, además, esa claridad están fundamentada en la Escritura Sagrada (¡porque lo dice la Biblia!). Pero, en el mejor de los casos, esa certeza del texto es una afirmación teológica que hallamos en algunos textos bíblicos más al margen de la realidad existencial. En el complejo estrato psicológico del individuo siempre hay una esquina donde dirimir la tensión que produce la fe y la duda. Esta tensión la percibimos en un personaje del Nuevo Testamento, Juan el Bautista, quien en la soledad de un calabozo, se preguntaba si Jesús era realmente “quien tenía que venir, o había que esperar a otro” (Luc. 7:19-20), cuando él mismo había declarado públicamente: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn. 1:29) refiriéndose a Jesús. Por no hablar de las tantas preguntas que se hace el salmista en el Antiguo Testamento. Las mismas exhortaciones pastorales a “creer” y a “confiar” llevan en sí mismas la expresiva realidad de la duda, de las preguntas, del cuestionamiento. Es decir, quien no duda no cree (ni confía) realmente, porque la fe y la confianza auténticas se fortalecen y se acrecientan en el cuestionamiento de las verdades que se creen. Y más cuando tenemos que hacer frente a las adversidades de la vida, que parecen contradecir los fundamentos de nuestra fe.

Esto nos lleva a considerar el tipo de “fe” de muchos creyentes que forman el conjunto de la iglesia, de cualquier iglesia. La experiencia me ha enseñado que el sermoneo dominical (y entre semana), que suele ser dogmático por exigencia, más que fortalecer la fe y potenciar el crecimiento espiritual de los fieles, los infantiliza (por eso se les trata como párvulos perennes) y los amordaza al no ofrecerles un marco de diálogo en el cual poder expresar abierta y sinceramente las dudas y las cuestiones cotidianas como camino de crecimiento espiritual, sin censuras, sin juicios, sin moralismos… Las iglesias, en general, están constituidas como lugares donde escuchar, callar y obedecer; es decir, un espacio desvirtuado de lo que fueron las primeras comunidades domésticas cristianas. La duda no es la caída de ningún pedestal santo, es el paso que damos hacia el crecimiento. Esta realidad, cuando se toma conciencia de ella, en el plano más personal e íntimo, lleva al creyente a una revisión continuada de su fe y de sus creencias (que son dos cosas distintas aunque relacionadas). La fe tiene esquinas donde citarnos para resolver nuestras dudas. Porque de esa resolución depende nuestra auténtica “certeza”.

Emilio Lospitao