Etiquetas


Cuando escuchamos atentamente un discurso captamos enseguida cuándo el orador está etiquetando a alguien o a algo. Por “etiquetar” me refiero obviamente a “encasillar” al sujeto o al grupo referidos con la intención de desacreditarlos. Este encasillamiento y desacreditación lo hemos oído durante los últimos meses en la vida política española en las alocuciones de los líderes del bipartidismo respecto a los grupos políticos emergentes y viceversa. Una dirigente del bipartidismo (“bipartidismo” es otra etiqueta) llegó a decir que si uno de esos grupos emergentes (Podemos) ganaba las elecciones, sería la última elección en libertad en España. Y no digamos de las descalificaciones que se hicieron desde la derecha más casposa española respecto a las mujeres que regirán alcaldías de ciudades tan importantes como Madrid o Barcelona, que pertenecen a plataformas de reivindicaciones sociales. Estos comunicadores saben que parte de la “masa” que les escucha suele ser poco crítica y se molesta poco en pensar sobre lo que oye.

Esta afición de encasillar ocurre en todos los  ámbitos y, por lo tanto,  también en el religioso (aquí, con más sutileza pero con el mismo propósito). Encasillar a las personas o a los grupos es una de esas peculiaridades que caracteriza al ser humano, cualquiera que sea su cultura o época. Además, dependiendo de la  influencia que tenga el orador sobre su auditorio, solo le bastará una palabra, un gesto, un ademán, para lograr su fin: sabe que su público le ha entendido y ha tomado nota.

Esta afición de etiquetar está presente también  en los relatos bíblicos. Cuando Jesús sanó al ciego de nacimiento (Juan 9), los fariseos solo tuvieron que pronunciar una frase: “Este hombre no procede de Dios, porque no guarda el sábado” (v.16). La frase mágica era “no guarda el sábado”. Y con esta frase encasillaban a Jesús en el grupo de los “pecadores” (los que no observaban la ley escrupulosamente). Lo suficiente para que la “masa” le mirara con recelos. El apóstol Pablo también tuvo que hacer frente a este tipo de encasillamiento. Los judíos de Tesalónica, que se opusieron al mensaje del Apóstol, vociferaban a las turbas (¡la masa!): “Estos que trastornan el mundo entero también han venido acá” (Hech. 17:6). A Pablo le encasillaron en el grupo de los “populistas”, por lo tanto había que tener mucho cuidado con él y oponerse a su mensaje, como ellos hacían. Hoy un “populista” sería alguien que se atreve a cuestionar el consenso tradicional, es decir, lo que se ha hecho siempre.

En los círculos religiosos las etiquetas suelen ser eficaces herramientas para neutralizar a posibles contingentes y, de paso, para fortalecer el etnocentrismo del grupo (¡marcar diferencias!). Algunos líderes de iglesias, y medios de comunicación, lanzan las “etiquetas” para que ellas solas hagan su trabajo, que tienen como fin denigrar y descalificar a la persona o al grupo que ha puesto en su diana.

Al menos en el entorno religioso, la eficacia de cualquier etiqueta radica esencialmente en la escasa formación teológica del vulgo, cuando no de los mismos líderes, los cuales cuidarán mucho de que dicha ignorancia persista en aquellos. La ignorancia es el caldo de cultivo para la manipulación del rebaño. De ahí que los discursos de consumo interno se fundamenten en devocionales dirigidos a la emotividad de los oyentes, al corazón más que al intelecto. En algunos círculos islámicos prohíben la enseñanza de la astronomía porque, dicen, muchos pierden la fe (quizás porque descubren que no hay un “Cielo” con vírgenes esperándolos). En el entorno cristiano, sobre todo conservador, ocurre exactamente lo mismo. Algunos Ancianos (responsables) de  Iglesias de Cristo en el Sur de EE.UU. se vanagloriaban no hace mucho de que sus Predicadores no tuvieran formación universitaria (la universidad les trastocaba la “fe”), porque en el seno de este entorno conservador persiste la idea de que la Ciencia está en contra de la Fe. Por eso, las etiquetas son las armas eficaces de quienes no tienen argumentos convincentes para persuadir al intelecto y a la razón.

Emilio Lospitao

Metáforas: un guiño a la hermenéutica


El DRAE define la metáfora como un “tropo que consiste en trasladar el sentido recto de las voces a otro figurado, en virtud de una comparación tácita”; y continúa diciendo que es la “aplicación de una palabra o de una expresión a un objeto o a un concepto, al cual no denota literalmente, con el fin de sugerir una comparación (con otro objeto o concepto) y facilitar su comprensión”.

La metáfora, como expresión, tanto escrita como hablada, forma parte de la vida, de lo cotidiano. En todos los idiomas. En unas culturas quizás más que en otras, pero en definitiva en todas. La comunicación se colapsaría sin las metáforas.

En una teología narrativa, como es la teología de la Biblia en general, no podían faltar las metáforas, no solo por la cultura donde se escribieron sus libros, sino por los contenidos que comunica, ya que la prosa llana no logra su objetivo. A esas metáforas propias de la cultura hay añadirle, primero, la cosmovisión de sus escritores, que no era diferente de la de sus coetáneos y, segundo, la creatividad literaria y el propósito del autor del libro. Solo estos tres aspectos: El lenguaje metafórico, la cosmovisión y el propósito del autor, son elementos suficientes para despertar no poco pudor en leer los libros de la Biblia de manera literal y desde las categorías del siglo XXI.

Dos ejemplos paradigmáticos entre los libros del Primer Pacto (Antiguo Testamento): El libro de Job y el libro de Jonás. Ambos libros son expresiones creativas, teológicas y apologéticas de sus respectivos autores en un momento concreto de la historia de Israel. Son libros históricos solo porque sus autores lo fueron, pero no sus personajes y sus historias. Sus historias son creaciones literarias para cuestionar los conceptos teológicos populares de su época. El libro de Job para cuestionar la idea popular de que todo agravio personal tiene una causa moral de la persona que lo sufre (esta idea llegó hasta los días de Jesús – Juan 9:2). El libro de Jonás para hacer frente al etnocentrismo del pueblo judío, que pensaba que Dios no perdía el tiempo preocupándose por los “perros” gentiles. Esta idea sigue arraigada en el cristianismo, y más mientras más conservador es.

La introducción del libro de Job ya debería ponernos sobre aviso de la naturaleza del libro. Su puesta en escena es absolutamente mítico/persa: un Consejo divino cortejado por subalternos, entre ellos el Satán quien se encargará de poner a prueba “a un hombre perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal” (Job 1:1). La puesta en escena que sirve de introducción al libro de Jonás, aunque de otra naturaleza, es muy parecida en cuanto a su carácter mítico: un gran pez que traga al profeta rebelde, y que lo vomitará en el lugar adecuado, como persuasión para que vaya a Nínive, ¡cerca de mil km en línea recta!

Estas dos obras literarias son simples metáforas; pero, eso sí, con todo su rico y significativo contenido teológico. Esta significación teológica, que es el meollo de las obras, es la que se pierde cuando se literaliza el texto.

Emilio Lospitao

Balar distinto…


Una de las muchas y bellas metáforas que encontramos en la Biblia está representada por el sustantivo “pastor” y el verbo “pastorear” referidos a Dios: “El Señor es mi pastor…, junto a aguas de reposo me pastoreará…” (Sal. 23). Una metáfora sacada de la milenaria vida pastoril de Oriente Medio. Millones de cristianos –y quizás no cristianos– conocen de memoria este Salmo. El autor del cuarto Evangelio pone en boca de Jesús esa misma metáfora: “Yo soy el buen pastor; el buen pastor su vida da por sus ovejas” (Jn. 10:11). Un paralelo teológico que las primeras comunidades cristianas hicieron conscientemente entre el Adonay del Primer Pacto y el Señor (Jesús) del Segundo Pacto. Pero no es sobre teología cristológica de lo que quiero escribir.

El sustantivo “pastor” y el verbo “pastorear”, como metáforas, llevan implícito otras metáforas correlacionadas: la “oveja” y el “rebaño”. Metáforas que se vienen evocando desde las primeras comunidades domésticas cristianas. Pero el lenguaje vivo, rico en sus matices, en todos los idiomas, ha sabido matizar coloquialmente, al menos en castellano, entre “oveja” y “borrego”. El sentido metafórico de “oveja” mantiene su validez en tanto que se relaciona con la Iglesia como “Rebaño”. El sustantivo “borrego” o el adjetivo “aborregado”, sin embargo, tiene un sentido peyorativo dirigido a la persona que ha anulado su personalidad (y su autonomía intelectual) para formar parte de la masa que no piensa (porque otros pensarán por ella).

Pues bien, aclaradas las metáforas, pero en el contexto de ellas, resulta que es un despropósito, incluso una subversión, “balar” de forma distinta al resto del “rebaño”. Balar distinto no solo desentona la “armonía” del mismo, sino que lo pone en peligro. De ahí que el pastor, responsable de la salud espiritual del aprisco, cuidará que, o bien la oveja vuelva a la misma partitura y en la misma clave (metafóricamente hablando otra vez), o busque la puerta más próxima del redil y lo abandone.

La cuestión es que, mires por donde lo mires, siempre sacas la misma conclusión: la paz y la armonía que evocan aleluyas por doquier casi siempre tiene como requisito, no la individualidad de la oveja con personalidad propia, que piensa y se atreve a balar con su tono propio, sino el aborregamiento. Así que, si quieres formar parte del rebaño con tus derechos y deberes, tienes que pagar el precio de convertirte o bien en borrego o en oveja de un solo y único balar, como el resto del rebaño.

Por eso, siempre que salen a colación las personas que ya no asisten por voluntad propia a las reuniones de la iglesia, cualquier iglesia, pero que formaron parte activa de ella en algún momento, me sale la vena de abogado defensor para reivindicarlas. Sobre todo porque cuando se las cita es para desmerecerlas simplemente porque ya no asisten: se marcharon. Y, quizás por el dicho de que “en todo sitio cuecen habas”, desistieron de afiliarse a otra congregación. No han dejado de sentirse cristianas, pero prefieren vivir su cristianismo con la independencia y la personalidad propia de la oveja que quiere balar según su personal partitura y en clave propia. Lo triste, lo tristísimo, es que el diagnóstico de los cuidadores del aprisco, con la miopía que suele caracterizarles, y salvo raras excepciones, se limitan a proclamar que “nunca habían sido convertidas”, o, en el mejor de los casos, que han perdido “el primer amor”. Pero nunca se les pasará por la cabeza a estos diagnosticadores que esas ovejas se marchan porque el redil que les ofrecen les exige comulgar con ruedas de molino. Y así, claro…

Emilio Lospitao

¿Jesús antisistema?


¡Ya lo sé, calificar a Jesús de Nazaret como antisistema es una herejía! El Jesús elevado a los cielos que adoramos en nuestras iglesias no pudo originar ni haberse asociado con un movimiento antisistema y provocador. Pero echemos un vistazo a lo que dicen los Evangelios de él:

Para empezar, Jesús se enfrentó con los estándares familiares de su época

El llamamiento que hacía Jesús conllevaba un cierto e inevitable desarraigo social y familiar. Dejar “todo” para seguirle significaba dejar casa y familia, algo deshonroso en la sociedad de la época. Jesús afirmó: “si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Luc. 14:26). Cuando alguien pidió seguirle, Jesús le contestó a bocajarro: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; y tú ve, y anuncia el reino de Dios” (Luc. 9:60). La propia paternidad no era deseable según se desprende del comentario sobre aquellos que se habían privado de la capacidad de engendrar por causa del reino de Dios (Mat. 19:12), algo impensable en la sociedad judía. Jesús dio prioridad a la nueva familia espiritual que surgía de la predicación del reino de Dios sobre la familia carnal: “¿quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando a los que estaban sentados alrededor de él, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos” (Mar. 3:33-34). Ante la tierna mirada hacia un “joven rico”, y su comentario: “vende todo lo que tienes… y ven, sígueme, tomando tu cruz”, los apóstoles le recordaron: “nosotros lo hemos dejado todo, y te hemos seguido” (Mar. 10:17-31). Las “buenas nuevas” (reino-evangelio) de Jesús llama a la radicalidad al margen de los estándares establecidos, y solo esta radicalidad puede cambiar los sistemas obsoletos, sobre todo cuando se han convertido en alienantes y deshumanizadores.

En segundo lugar, Jesús se enfrentó al sistema sacrificial del Templo (la religión)

El simple hecho de relacionarse con personas marginadas de la vida social y religiosa, suponía una provocación a la autoridad eclesiástica representada por los escribas y los fariseos (“este a los pecadores recibe y con ellos come” – Lc. 15:2). Otorgar el perdón a los pecadores al margen de las prescripciones de la religión y del templo era disparar un misil a la línea de flotación del Sistema religioso (Mar. 2:1-12; Luc. 7:36-50; etc.). Pero el punto álgido de esta provocación fue su afirmación de que para adorar a Dios no hacía falta ningún templo, ¡ni siquiera el de Jerusalén! (Jn. 4:20-24). Jesús era consciente de sus actitudes y de sus palabras, sabía lo que provocaban. Pero actuó y habló con firmeza y contundencia. También sabía lo que le esperaba, pero “afirmó su rostro para ir a Jerusalén” de todas formas (Luc. 9:51). ¿Resultado? ¡Le condenaron y le entregaron al poder secular para ser crucificado! ¡Hoy le volverían a condenar… los mismos!

En tercer lugar, Jesús se enfrentó al poder económico y político de su época

Aparte de llamar “hipócritas” a algunos de los fariseos (Mat. 23), la palabra más fuerte puesta en boca de Jesús fue “zorra”, dirigida nada menos que a la máxima autoridad política de Galilea: el tetrarca Herodes (Luc. 13:31-32). Pero el gesto más osado de Jesús, retando al poder económico y político del Sistema judío, fue cuando expulsó de los atrios del templo a los cambistas (¡los banqueros de la época!), que extorsionaban a los peregrinos de la diáspora, y de cuya extorsión se beneficiaban los altos jerarcas del Sanedrín (Mar. 11:15-19). ¡Qué poco hemos cambiado! ¿Podemos cerrar los ojos, y las entendederas, para no ver la magnitud política y social de este episodio? ¿Tanto nos cuesta dejar de mirar “hacia arriba” un minuto para encarar esta realidad humana, terrena, histórica y comprometida de Jesús?

¡Claro que Jesús hubiera estado entre los antisistemas del 15M español!

Emilio Lospitao