La paradoja


No existe quizás mayor paradoja que aquella que emerge del magma de la religión, y más notoria es esta paradoja cuanto más organizada es aquella. Las religiones, especialmente las monoteístas, predican a un Dios de amor y de paz. De esa prédica todavía surgen figuras que dignifican la espiritualidad del ámbito religioso del que proceden. Pero, casi siempre, a título personal e individual, y sin escapar de la sospecha. Las instituciones religiosas como tal, sin embargo, muchas veces, condicionaron un teatro de operaciones donde la incomprensión, el odio y las luchas a muerte eran recíprocas. Así lo muestra la Historia. Hablo en un sentido muy general.

En el judaísmo, aparte de que el pueblo que lo representa ha sido a lo largo de la historia víctima del odio y la persecución constante, sus libros sagrados están plagados de batallas sangrientas por motivos religiosos. El Islam, si bien durante su expansión militar de conquista (siglo VI) respetó a las religiones del Libro (judaísmo y cristianismo), fundamenta su “guerra contra los infieles” en El Corán, su libro sagrado (sin embargo, no debemos confundir el Islam con el terrorismo islámico actual). El cristianismo no fue menos belicoso. Ya en el siglo II de nuestra era, Melitón de Sardes (+180) puso la primera piedra del antisemitismo con su famosa frase refiriéndose a los judíos: “Dios ha sido asesinado, el Rey de Israel fue muerto por una mano israelita”. A partir de ese momento, la persecución sistemática contra los judíos en toda Europa por parte de los reyes y emperadores cristianos –que culminó con el Holocausto– es conocida por todos. La Inquisición –tanto la católica como la protestante–, que se cebó con las brujas y los herejes de toda índole, fue el corolario de una larga lista de persecuciones y luchas de carácter religioso, hasta hace muy poco. ¡Todo esto en el nombre de ese Dios de amor y de paz!

Este carácter belicoso en el seno de la religión sigue vigente, en tanto que sirve de excusa para el enfrentamiento entre grupos, incluso países, en batallas armadas y encarnizadas con el objetivo de sustentar, y a veces imponer, la “verdad” de su religión o cultura religiosa respectiva.

Pero en su versión civilizada, espiritualizada y doméstica, esta persecución y aniquilamiento del “otro” desarrolla una dinámica sofisticada y perversa que tiene como fin minar la autoestima y la credibilidad del “adversario” por el simple hecho de que la comprensión que este tiene de la realidad difiere de la mayoría hegemónica, manipulada por el poder religioso, económico e institucional. Estas personas, hombres y mujeres, que están en minoría, pero que han descubierto que ese espiritualismo que imponen es ajeno al reino de Dios que el Nazareno predicaba, no pueden menos que disentir, aunque esto les cueste sufrir el agravio que la “ortodoxia” le impone.

Ya lo he expresado en otra sección de esta revista: a Jesús le mataron los intereses políticos, económicos y, sobre todo, religiosos de una “ortodoxia” indecente. La crucifixión de Jesús, por lo tanto, fue también una evocación de los muchos que habrían de ser “crucificados” –hoy no física, pero sí moralmente– por los mismos intereses (Juan 15:20). El mensaje del reino de Dios que Jesús predicaba sigue siendo incómodo, no necesariamente para “el mundo” (que lo aplaudiría), sino para los dirigentes de la religión (cristiana) instituida. ¡Y esta es la paradoja! Pero ninguna lágrima de los agraviados caerá al suelo en balde.

Emilio Lospitao