“Regocijaos en el Señor siempre…» (Filipenses 4:4).


Filipenses es una de las cuatro epístolas conocidas como “cartas desde la prisión”. Las otras son: Efesios, Colosenses y Filemón. Se las conoce así porque el autor refiere su condición de “prisionero” (Efesios 3:1; Colosenses 4:10, 18; Filemón 1, 9, 10, 13, 23).

Los filipenses eran hijos espirituales de Pablo, convertidos al evangelio en el segundo viaje misionero del Apóstol (Hechos 16:11-40). El afecto entre Pablo y los filipenses era recíproco. Tal era el amor que éstos sentían hacia el Apóstol, que en varias ocasiones le habían enviado dinero para su sustento (Filipenses 1:5; 4:10-18). La carta a la iglesia en Filipos es una de las más tiernas de Pablo. Así que, emocionado por el cuidado que los filipenses estaban mostrando hacia él, ahora, desde un frío y oscuro calabozo de aquella época, encadenado, les escribe esas triunfales palabras: ¡Regocijaos!

Todo cuanto dijimos el mes pasado sobre el contexto escatológico de las epístolas de Pablo es válido aquí. El ministerio y la vida del Apóstol no se entiende bien al margen de su escatología. Era tan inminente la venida de Jesús en gloria, que todo cuanto acontecía en su vida lo consideraba como “añadidura” a las aflicciones de Cristo, por las cuales se gloriaba (Col. 1:24).

Ahora bien, hay frases, pensamientos, que no todas las personas pueden dirigir a todo el mundo y en cualquier momento, por muy bíblicos que sean. Es una cuestión de empatía, de inteligencia emocional. Pensemos en estas dos situaciones tan diferentes, la de Pablo y la de los filipenses: Pablo está recluido y encadenado en un desapacible calabozo, custodiado por dos soldados romanos; los cristianos destinatarios de la carta de Pablo disfrutan de la comodidad de sus hogares, de la libertad y de la cálida compañía de sus familiares… Imaginemos, en esa dispar situación, que son los filipenses quienes escriben la carta a Pablo, y le dicen: ¡Regocíjate, Pablo! ¡Alégrate! Hubiera sido una falta de sensibilidad por parte de los filipenses. Pero Pablo sí pudo escribir esa expresión de júbilo a los filipenses. ¡Él era el preso!

¿Se imagina el lector que el que visita a un preso en una cárcel le dijera a través del interfono, desde el otro lado de las rejas y los cristales reforzados: ¡Alégrate, hombre! ¡Vive alegre! ¿Serían éstas las palabras adecuadas en esa situación? ¿Le infundiría ánimo y aliento al preso? ¡Pero el preso sí puede animar al visitante con esas mismas palabras! El que está en el lado del sufrimiento puede animar a las personas que le visitan, y de hecho eso es lo que suele ocurrir, el visitante suele salir fortalecido por las palabras del paciente.

La víctima a quien le han amputado una pierna puede decirnos que “no pasa nada”; pero nosotros, que le visitamos en el hospital, no podemos decirle precisamente “eso”. Depende en qué lado estamos de la desgracia, del sufrimiento… podemos decir o no decir ciertas palabras. El exegeta “literalista”, para quien el texto bíblico es palabra de Dios “dictada”, sin más contexto, te abrirá su Biblia, y señalando con el dedo índice el texto, te dirá: “Dios te dice: ¡Regocíjate!”. Dios, en esa situación particular que estás viviendo, no te va a decir: ¡Regocíjate! Dios, que conoce tu estado anímico, moral, psicológico, espiritual…, utilizará a alguna persona próxima a ti (con dos dedos de frente), y pondrá en su boca las palabras adecuadas, sabias, cual bálsamo, para hablarte de manera personalizada. Quizás el bálsamo que necesites sea solo la presencia de esa persona, en silencio. Dios sabe lo que tú necesitas, y así lo hará el enviado.

Ciertamente, desde la fe, cualquiera que sea la situación que vivamos, podemos percibir, sentir, subjetivamente, la presencia y el poder de Dios de tal manera que superemos la situación misma, por crítica que sea. Y desde esa fe podamos sentirnos verdaderamente gozosos, porque ese gozo es un don que procede de Dios, no una imposición o un mandamiento divino. El texto de referencia es solo la expresión de un hombre que, aun estando sufriendo la carencia de libertad, quiere que sus “hijos” se sientan gozosos por la esperanza liberadora del evangelio de Jesucristo en el cual han creído. Simplemente.

Emilio Lospitao

Vida digna


“Adiós a todos mis queridos amigos y familiares a los que quiero. Hoy es el día que he elegido para morir con dignidad, afrontando mi enfermedad terminal, este terrible cáncer en el cerebro que me ha quitado tanto… pero me habría quitado mucho más”. Así se expresaba Brittany Maynard, norteamericana, de 29 años de edad, el pasado mes de agosto cuando anunció en un vídeo su decisión de poner fin a su vida, por causa del fatídico cáncer cerebral que sufría. No es la primera persona ni será la última en el mundo que tome tal decisión, en casos parecidos.

Como en tantas otras decisiones o propuestas acerca de cómo vivir la vida, esta vida, que es la única que conocemos, sentimos y experimentamos, no faltarán quienes, echando mano de los libros o de cualquier tótem sagrados, pontificarán que la vida es “sagrada”, y que el único que puede tomar decisiones sobre ella es Dios, su autor y dador. La declaración de estos pontificadores, pues, será que decidir cuándo y cómo poner coto a la vida es un “pecado” contra el Autor de la misma. Incluso dirán que esa fatídica decisión es falta de coraje (o de fe) para enfrentar las vicisitudes que “Dios nos manda”. Y un montón de cosas más. Todo, menos comprensión.

La vida, para el creyente, es “sagrada”, sí, pero no absolutamente sagrada. El Jesús de los Evangelios dice que “nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos” (Jn.15:13); y el Apóstol de los gentiles asume que alguno osara morir por alguna persona buena (Rom. 5:7), es decir, que pudiera ofrecer libremente su vida a favor de otro. Y en estos casos a nadie se le ocurriría condenar tal decisión. Al contrario, diríamos que es un héroe o una heroína.

La expresión, tan en uso, “morir con dignidad” es solo una manera de ver la misma realidad. Yo la cambiaría por “vivir con dignidad”. Porque la muerte es el final de la vida, pero es esta la que hay que vivir con dignidad. Y esta dignidad comienza en el vientre materno y termina en el último suspiro. Subyace cierta hipocresía en la acción de los movimientos denominados “Pro-Vida”, que solo se preocupan por que el ser engendrado salga vivo del útero materno. ¿Y luego? ¿Qué pasa con esa “vida” que ha salido del vientre: su cuidado, su crecimiento, su educación, su salud, sus derechos como persona…? Por estas otras cosas, cuando son cercenadas por una situación institucionalizada de injusticia, estos “defensores” de la Vida no suelen manifestarse en la calle.

No es cuestión de “morir con dignidad”, se trata más bien de vivir la vida dignamente hasta el momento del óbito. Morir en medio de un insufrible dolor, tanto físico como moral, no solo del paciente sino también de quienes le aman y le cuidan, no añade ninguna virtud al que se marcha (ni a los que se quedan). Es más bien una falta de misericordia por parte de quienes imponen soportar esa situación de indignidad y sufrimiento innecesario. Toda mi comprensión, y mi aplauso, para Brittany Maynard, que tuvo la claridad y el equilibrio mental para poner fecha a su partida. Al hacerse Dios ser humano, dignificó nuestra existencia aquí y ahora. Navidad significa también “dignidad”.

Emilio Lospitao