“porque no permito a la mujer enseñar…» (1 Timoteo 2:12).


El estatus de la mujer que enarbola estas declaraciones de la Pastoral se fundamenta en dos pilares institucionales de la época: a) La “casa”, donde nació la iglesia; y b) Los códigos domésticos donde se fundamentaba la institución de la familia, cuyo estatus de la mujer era de sumisión al paterfamilias.

  1. La casa donde nació la iglesia

La expresión “con toda su casa” o “la iglesia de su casa” se repite varias veces en el libro de los Hechos y en algunas epístolas (de Pablo) para referirse a la conversión de alguna persona en particular y con él “toda su casa” (Juan 4:53; Hechos 11:14; 16:15, 31-34; 18:8; etc.). También se habla de la “casa” como lugar natural de reunión de la iglesia que surge de dichas conversiones (Romanos 16:5; 1 Corintios 16:19; Colosenses 4:15; etc.). Estos dos aspectos que acabamos de citar indica la importancia que tuvo el entorno físico e institucional del “orden social de la casa” en el desarrollo de las comunidades cristianas primitivas. Ahora bien, el concepto que hoy tenemos de “casa” no era el concepto que tenían los cristianos del primer siglo en Oriente Medio y la cuenca mediterránea.

En primer lugar, el sustantivo «casa» (oikos/oikia) en el contexto social y político, tanto en el entorno judío como en el greco-romano, es un término polisémico: se refiere tanto a la casa-inmueble como a la casa-familia. Hoy, en algunos contextos literarios, sigue usándose con este doble sentido.

En segundo lugar, la «casa» de aquella época la formaban tanto los hijos y las hijas de la esposa principal como los de la(s) esposa(s) secundaria(s) [concubina(s)], juntamente con los esclavos y esclavas, además de otras personas dependientes del patronazgo del amo de la casa.

En tercer lugar, el orden social de “aquella” casa era de signo patriarcal, tanto en el mundo judío como en el greco-romano. Esto significa que el “señor” de la casa era varón, padre y amo, a quien correspondía no sólo el derecho de disponer y de dar órdenes, sino de castigar.

  1. Los códigos domésticos

Se llaman códigos domésticos a unos textos en los que se inculcan los deberes recíprocos de los miembros de la casa y se confirman las relaciones jerárquicas tradicionales. Los códigos domésticos que encontramos en el NT, que se corresponden con los códigos de la época, dan cuenta de este patriarcalismo (Colosenses 3:18-4,1; Efesios 5:21-6,9 y 1 Pe 2:18-3,1).

El origen de estos códigos domésticos se pierde en la noche de los tiempos, pero su ámbito es judeo-helenista: ya se ocuparon de ellos los filósofos socráticos:

Platón (La república) señala que (en la polis) lo propio de “los niños, mujeres y esclavos es la sumisión, de la misma forma que en un hombre los apetitos deben estar sometidos a la razón”.

Aristóteles (La política), por su parte, considera la triple relación que aparecerá luego en los códigos domésticos neotestamentarios:

“Ahora bien, como todo se debe examinar por lo pronto en sus menores elementos, y las partes primeras y mínimas de la casa son el esclavo y el amo, el marido y la mujer, el padre y los hijos, habrá que considerar respecto de estas tres relaciones qué y cómo debe ser cada una, a saber: la servil (despotike), la conyugal (gamike) y la procreadora (teknopoietike).

Aristóteles suponía que el orden jerárquico de la casa era un momento del orden natural del cosmos y, por tanto, tan inamovible como él: “Una casa y una ciudad son una imitación según la analogía del gobierno del mundo”. De estos códigos también hablaron Séneca y Filón de Alejandría. Es decir, las admoniciones bíblicas “la mujer aprenda en silencio”, “porque es indecoroso que una mujer hable en la congregación”, etc. tienen como contexto los códigos domésticos del orden social patriarcal de la época. Los hagiógrafos simplemente los evocan.

Emilio Lospitao

El Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob


La frase que sirve de título a este editorial se repite una docena veces en el Antiguo Testamento, con la única variante de que el nombre de Jacob se cambia, a veces, por “Israel”; y cinco veces en el Nuevo Testamento. Siempre, tanto en un Pacto como en el otro, se usa para referirse al Dios uno y único de la fe, al Misterio objetivado como “Creador”, “Padre”, “Salvador”… Los personajes de la Biblia, sumergidos en las diferentes experiencias de la vida, se dirigieron a Él unas veces para cantar su gratitud; otras, para solicitar su socorro ante las desgracias, los sufrimientos, las injusticias…; otras, en cualquier caso, para afirmar que, a pesar de su silencio, confiaban en Él porque suponían que el Ser por antonomasia, Padre/Creador, no abandonaba nunca a sus criaturas. Y todo esto como resultado de la fe y la confianza en el Ser que se le siente revelado en los acontecimientos de la historia. Y porque es sentido como revelado, se habla y se escribe acerca de Él en la casa, andando por los caminos, al acostarse… como algo cotidiano. Porque la vida se entiende mejor a partir de la aceptación inequívoca y misteriosa de Su presencia. Este sentir revelado produjo el conjunto de libros que llamamos “Biblia” (y otros Libros sagrados). Pero el Misterio sentido como revelado es más que un Libro, o muchos Libros. A pesar de la revelación sentida, el Ser (“Yo soy el que soy”) continúa siendo Misterio. La frase del comienzo, pues, es una indicación hacia un “agarrarse al Misterio que es la Vida”.

Jesús, haciendo un atajo verbal y dialéctico, como respuesta a los Saduceos de su época (religiosos advenedizos del sistema político, y de ideología materialista), que negaban cualquier trascendencia de la vida humana, evoca la frase, cual epitafio, del “Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob” como afirmación inequívoca de la trascendencia humana (Mat. 22:23-32). Dios es Dios de vivos no de muertos. No hay un discurso más contundente de la trascendencia de la vida, que hablar de Dios/Creador como el Dios de la Vida. Tras la muerte de nuestros seres queridos solo sabemos que nos dejan. Se van. De ellos solo nos queda la memoria y el recuerdo de sus obras. Aun así, “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”, sigue siendo el Dios de los que nos dejaron; también sigue siendo el Dios nuestro cuando partamos de aquí (aunque no exista un allí como localización espacio-temporal). Ese allí (espacio-temporal) no deja de ser una simple metáfora de una Realidad, pero no la Realidad misma.

Ante esas situaciones críticas, perplejas, dolorosas…, de la vida de cualquier persona: la muerte ajena o propia, Jesús no tuvo otras palabras de consuelo que remitirse a la esperanza de la resurrección (Juan 11:20-27). Cualquier cosa que sea y signifique esta “resurrección”, es una vuelta a la idea de un Dios que no solo es la fuente, sino el dador de la Vida. Concepto este sintetizado en la mente colectiva veterotestamentaria como “el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob”: ¡la Teología reducida a su mínima expresión! Todo lo demás es simple religión para explicar el Misterio. Lamentablemente, muchas veces, la religión, o las religiones, más que explicar este Misterio, lo desfiguran. Y lo que es peor: desde algunos púlpitos cristianos se pervierte por su ñoñería.

Emilio Lospitao