La Iglesia en el camino de la Historia


A la Iglesia (cualquier Iglesia) se la ha identificado con un paquidermo, o con un trasatlántico, por la lentitud de sus movimientos, entendidos estos como el cambio de actitud hacia la modernidad. En la Edad Media, cuando la medicina griega estaba siendo aceptada, algunos religiosos cuestionaban la validez de la misma no solo por ser “griega”, es decir, “pagana”, sino porque era ir en contra de los designios divinos. Considerando que “todo” estaba bajo el control de la Providencia, y, por lo tanto, cualquier desgracia, como la enfermedad, era enviada por Dios o, al menos, permitida por él, ¿quién era el hombre, o la ciencia humana, para contravenir dichos designios divinos? A raíz de estos recelos proliferaron los milagros de sanidad por medio de las reliquias de algún santo o santa… ¡que sí eran legítimas, pues al fin y al cabo tras los milagros estaba la Providencia!

Con esta comprensión de las cosas, la Iglesia se opuso sistemáticamente a todo cuanto la modernidad descubría o innovaba. Se opuso a la “herejía” del sistema heliocéntrico, umbral de la ciencia moderna que tanto ha aportado a la humanidad en los últimos siglos en todas las áreas del conocimiento humano; “herejía” que también rechazó Lutero. Cuando se descubrió la vacuna contra la viruela, el Papa la prohibió en Roma durante años. Cuando la reina de Inglaterra usó la anestesia en un parto, fue cuestionada por teólogos ingleses. Cuando se extendió el uso de la incineración de los cadáveres, la jerarquía católica prohibió los funerales religiosos. Cuando la medicina comenzó los trasplantes de órganos este tipo de operaciones también fueron rechazadas por un tiempo. Cuando, para tratar enfermedades sexuales, la medicina pidió muestras de semen, la jerarquía religiosa prohibió conseguirla por masturbación… La lista es interminable. El denominador común: ¡hemos topado con la Iglesia!

En cualquier caso, y visto a posteriori, los miedos de la Iglesia (de los jerarcas religiosos de cualquier Iglesia), que se materializaban en una férrea oposición a toda innovación, radicaban en los prejuicios científicos, filosóficos y teológicos de un paradigma obsoleto, o sea, en la ignorancia, en la falta de conocimientos sobre los temas en cuestión.

¿Qué consiguió la Iglesia –cualquier Iglesia– oponiéndose sistemáticamente a toda innovación o cambios? ¡Absolutamente nada! ¡Bueno, sí, consiguió distanciarse del pueblo al que quería anunciar las buenas nuevas del Carpintero de Nazaret! Pero este alejamiento cultural y filosófico es una simple consecuencia de su cerrazón frente al fenómeno cultural que supuso la Ilustración y la Edad Moderna, de la cual el sector retrógrado de la Iglesia –cualquier Iglesia– ha aprendido muy poco, salvo algunos teólogos progresistas, incomprendidos por cierto, que se esfuerzan por señalarle el camino en un mundo radicalmente nuevo.

Una lectura rápida de los libros de historia nos muestra que, tras esa virulenta oposición religiosa hacia las innovaciones, estas fueron finalmente aceptadas, primero por la sociedad, por supuesto, pero luego por la misma jerarquía eclesiástica (al menos la progresista). Es decir, el conocimiento cada vez más profundo de cuanto nos rodea, viene a poner las cosas en su sitio. Es cierto que siempre estará ahí ese sector retrógrado, con la Biblia en la mano, pero tiene la batalla perdida de antemano. Es una cuestión de tiempo.

Emilio Lospitao