El discípulo a quien Jesús amaba. Juan 13,21 sig


Seis veces, en el Evangelio de Juan (y sólo en el de Juan), se habla del discípulo “al cual Jesús amaba”. El hagiógrafo tiene un interés especial en no desvelar quién era ese discípulo. A la posteridad nos ha dejado el enigma de quién podría ser el discípulo a quien Jesús, de una manera muy especial, amaba.

La primera referencia que habla del discípulo que Jesús amaba se encuentra en el Evangelio de Juan con ocasión de la muerte de Lázaro. Las hermanas de éste hicieron llegar a Jesús la noticia de que su hermano se encontraba muy enfermo. El texto joánico dice que “enviaron, pues, las hermanas para decir a Jesús: Señor, he aquí el que amas está enfermo”. (Juan 11,3). ¿Tiene aquí la expresión “el que amas” la misma connotación que en los otros lugares de los Evangelios?

La segunda referencia de este enigma tiene como marco literario una cena (donde los Sinópticos sitúan la institución de la “Santa Cena”). Este discípulo “estaba recostado al lado de Jesús”… “recostado cerca del pecho de Jesús” (13:23, 25). Fue a este discípulo a quien Jesús le declaró quién le iba a traicionar.

La tercera referencia la hallamos en el momento cumbre de la pasión, junto a la cruz, cuando todos los demás discípulos habían huido, excepto la madre de Jesús y el “discípulo a quien él [Jesús] amaba” (19:26). Jesús, agonizante, pero consciente de quiénes eran las personas que estaban acompañándole en tan decisivo momento, se dirigió a su madre, María, y le dijo: “Mujer, he ahí tu hijo. Después dijo al discípulo [a quien Jesús amaba]: he ahí tu madre” (19:26-27). 

Y desde aquella hora el discípulo [a quien Jesús amaba] la recibió en su casa. sólo el autor de este Evangelio narra esta brevísima escena. ¿Por qué? ¿Carecía de significado para los otros tres evangelistas? ¿Qué quiso decir el autor del cuarto Evangelio dejando escrito este importantísimo detalle de la pasión, recalcando una vez más quién era el discípulo que no huyó, como habían hecho los demás, y que se mantuvo allí, compartiendo el dolor de una madre?

La cuarta referencia se encuentra en un escenario totalmente diferente: ¡Jesús ha resucitado! María Magdalena fue la primera mujer que ha visto el sepulcro vacío (y la primera en ver a Jesús resucitado – Mateo 28:9-10). Ésta corrió a dar esta buena nueva a Pedro y al otro discípulo, “aquel al que amaba Jesús” (20:1-2). Según este texto, el discípulo a quien amaba Jesús no era María magdalena, como algunos han deducido de otras exégesis, pues María Magdalena es una persona distinta a Pedro y al “discípulo”. Estos corrieron juntos, pero el “discípulo” corrió más aprisa que Pedro. ¿Era más joven que Pedro? Cuando el “discípulo” entró en el sepulcro vacío, vio “y creyó”. ¿También el “discípulo amado” abrigaba dudas? 

La quinta referencia la encontramos junto a las aguas del Mar de Tiberíades. ¿Estaban aquí porque el Resucitado les había ordenado ir Galilea (Mateo 28:10), o porque ante el “fracaso” de la cruz lo que quedaba era volver de nuevo a la pesca (Simón Pedro les dijo: Voy a pescar. Ellos dijeron: Vamos nosotros también)? Cuando iba amaneciendo, tras una noche de infructuosa pesca, el Resucitado se presentó en la playa… Y fue “aquel discípulo a quien Jesús amaba” que dijo a Pedro: ¡Es el Señor! (21:7). 

La sexta y última referencia es la más enigmática. El autor del cuarto Evangelio, que no usa ni una sola vez el sustantivo “apóstol” (usa siempre “discípulo”), y omite voluntariamente la escena en la región de Cesarea de Filipo (Mateo 16:13 sig. – muy escuetamente Marcos 8:27 sig. y Lucas 9:18 sig.), aquí expone a Pedro en la situación más humillante a la que una persona puede ser expuesta: ser restaurado al pastorado después de haber negado a Jesús (Juan 18:25-27 y par.). Después de esta restauración, viendo Pedro que les seguía “el discípulo a quien amaba Jesús, el mismo que en la cena se había recostado al lado de él… dijo a Jesús: Señor, ¿y qué de éste?” A continuación, el hagiógrafo escribe: “Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas, y escribió estas cosas; y sabemos que su testimonio es verdadero” (21:24).

A partir de aquí caben muchas interrogantes: ¿Es el apóstol Juan, hijo de Zebedeo, el autor de este último versículo en tercera persona? ¿Es “otro” discípulo, de la escuela de Juan, que culmina el Evangelio que éste escribió, testificando de su veracidad? ¿Es la continua referencia del “discípulo que Jesús amaba” una manera para ocultar su propia identidad, por humildad, por precaución…? ¡Y por qué tanto interés en dejar su autoría como un enigma? ¿Quién fue realmente ese discípulo “a quien Jesús amaba”?

Emilio Lospitao

La misión, hoy


Por “misión”, aquí, evoco a la “Gran Comisión” evangélica (Mateo 28:19-20; Marcos 16:15-16; Lucas 24:47; implícito en Juan 20:30-31 y en Hechos 1:8). Textos como Hechos 8:4, 11:19-20, 28:30-31, etc., y, sobre todo, la misión itinerante del apóstol Pablo, y otros más, es una demostración del sentido misionero del cristianismo primitivo. Dos mil años de historia de este cristianismo vienen a confirmar la “misión” como deber ineludible que ha tenido la Iglesia (las iglesias locales). Sin aquella visión evangelística de los primeros líderes, sobre todo judeocristianos helenistas (Hechos 11:20), el cristianismo incipiente se hubiera quedado como una heterodoxia judía del primer siglo (Hechos 11:18). No obstante, las cosas no fueron así de simples.

Las distintas teologías en los Evangelios “tienen su origen en la diversa interpretación de la persona de Jesús y, junto con eso, en la concepción diferente que cada comunidad tenía de sí misma”. Sobre todo la muerte de Jesús se entiende de forma diferente (a la luz de la resurrección, ¿qué significó su muerte?). “Los sinópticos sólo terminalmente desarrollan la importancia de la muerte de Jesús para la salvación…; prevalece la interpretación del justo paciente. La muerte y la resurrección de Jesús todavía no son consideradas como una misma acción salvífica”. Respecto a la salvación “el punto principal recae sobre la resurrección”. El autor del cuarto Evangelio “evita los términos que indican `pasión´, e interpreta la muerte de Jesús como glorificación y partida necesaria para la misión del Espíritu” (lo entrecomillado en Tirso Cepedal, Curso de la Biblia).

Entonces, ¿qué predicaban exactamente aquellas heterogéneas comunidades judeocristianas del primer siglo? Sabemos que Jesús de Nazaret predicó el Reino (reinado) de Dios y ese reinado fue una noticia buena (evangelio). Después, el kerigma de la Iglesia convirtió al Anunciador del reinado de Dios en el Objeto anunciado: el Cristo. Es decir, al reinado de Dios, que comportaba un compromiso de vida (al estilo de Jesús) y un orden social nuevo (contracultural y existencial), la misión de la Iglesia lo convirtió en un concepto soteriológico que apuntaba a un “más-allá”, cuya garantía recaía en algo externo de sí mismo: un sacrificio expiatorio (el de la cruz) para “satisfacer” la ira de un Dios ofendido por nuestros pecados.

Este concepto soteriológico de la “satisfacción” (desarrollado por la escolástica medieval – Anselmo de Canterbury) es el que predicamos desde hace siglos y por el cual desarrollamos campañas multitudinarias, pagando millones de dólares, gastando grandes esfuerzos humanos y tecnológicos, para alcanzar al mayor número de personas en todo el mundo, añadiéndolos luego a nuestro grupo religioso particular, convirtiéndolos en escuchadores de nuestros sermones dominicales y en locuaces de sonoros aleluyas. ¡Ya son salvos! ¡Ya tienen asegurado el “más-allá”! Pero, a la luz del reinado de Dios que predicaba Jesús, ¿es eso el fin del anuncio?, ¿es esa la buena nueva, el evangelio?, ¿un pasaporte para tener acceso a ese “más-allá”?, ¿no estaremos con este tipo de misión reduciendo aquel reinado de Dios, cuyo anuncio a Jesús le costó la vida, a “un levantar la mano” en señal de aceptación de dicho pasaporte para el “más-allá”?

Emilio Lospitao