“Si fuera profeta, conocería quién y qué clase de mujer es la que le toca” (Lucas 7:39)


No es casualidad que siempre sea una mujer el personaje vinculado con el pecado del sexo en los Evangelios. Hasta no hace mucho, la María Magdalena de los Evangelios había sido la “pecadora” (sexual, se entiende) por antonomasia. Hoy la historia y la exégesis bíblica la han exonerado de esa calumnia. La historia de los manuscritos bíblicos acogió un texto “errante” en el cuarto Evangelio (aparece en otros lugares), que relata la historia de otra mujer “pecadora sexual” (Juan 8:1-11). Y, por supuesto, no olvidamos a aquella samaritana que se encontró con Jesús en el pozo de Jacob, que tenía pendiente cuestiones “sexuales”: vivía con un hombre que no era su marido (Juan 4:1-42). El caso es que, cuando se refiere a una mujer, el término “pecadora” siempre tiene una connotación sexual, mientras que el término masculino “pecador” o “pecadores” (normalmente bajo el binomio “publicanos y pecadores”) es más amplio, y la mayoría de las veces es simplemente porque no cuidaban todos los aspectos religiosos de la ley (ver Mateo 9:10; 11:19; Lucas 6:32; etc.). Esto es así, no porque el Espíritu Santo “inspirara” a los hagiógrafos a discriminar a las mujeres, sino por una razón más simple: la sociedad en la que vivió Jesús y se escribieron los Evangelios era una sociedad patriarcal y androcéntrica, es decir, machista, desde muchos siglos atrás. Por eso el causante principal de la “caída” en el Génesis no fue el varón, sino la mujer (¡todavía la manzana es un símbolo de tentación sexual!). 

Desde un punto de vista antropológico, lo “diferente” ha sido siempre considerado un tabú y, en el marco de lo religioso, un “pecado”. Por eso, en ciertos momentos de la historia de Israel –¡aún hoy!- , comer liebre no sólo es distanciarse (ser diferente) del resto de los mortales (judíos), sino que se constituye en un “pecado”. En el mundo católico romano comer carne en ciertas fechas del año es un “pecado”, no porque ingerir carne en sí lo sea, sino porque alguien se ha encargado de dictaminar que “eso” es pecado en esas fechas. 

Sobre la teología de lo que supone pecado o no, el Apóstol de los gentiles tuvo algunas dificultades: comer carne que había sido sacrificada a los ídolos (¡toda la carne que se vendía en los mercados greco-romanos era ofrecida a los ídolos!), por ejemplo, era pecado según cómo y cuándo se comía (1 Corintios 8). 

En cualquier caso, y al margen del caso específico que evoca el texto de cabecera, el quid de la cuestión de lo que aquí intentamos dilucidar tiene que ver con lo “diferente”. Caemos en la tendencia antropológica de condenar, estigmatizar, excluir todo lo que es “diferente” simplemente por serlo. 

Sorprende la ausencia de una mínima preocupación y molestia por verificar si dicha “diferencia” constituye un mal irreversible innato para un bien común libre de tabúes y prejuicios. 

Creemos que Jesús de Nazaret fue el hombre más santo y más justo de todos los tiempos, que deseaba por encima de todas las cosas hacer la voluntad de su Padre que “está en los cielos”. Y es paradójico que precisamente él acogiera a quienes los religiosos de su generación repudiaban, excluían y condenaban por ser “diferente”. Es paradójico también que aquellos que se consideran hoy sus “seguidores”, y desean “hacer su voluntad” se hayan alienados, no con la actitud y ejemplo del Maestro, sino con sus adversarios, los fariseos de su época, condenando, excluyendo y estigmatizando lo que resulta diferente, simplemente por ser diferente. Y lo que es peor, venden esta paradoja como la ortodoxia por excelencia. 

Emilio Lospitao

Autor: elospitao

Inquietud intelectual desde niño