Señor, enséñanos a orar (Lucas 11:1)


Cuando miramos a nuestro alrededor, la realidad de la vida resulta, cuando menos, paradójica, tanto para creyentes como para no creyentes, cristianos o de cualquier otra fe. Exceptuando algunos pequeños paréntesis de felicidad, la vida se presenta dura, experimentamos el sufrimiento, la decepción, la injusticia, que ella nos depara. Esta realidad no sólo la sufre el “débil” en la fe, también la padece el “maduro” creyente. Sin embargo, aun así existe también una común experiencia positiva: la sensación y el deseo de dominar estas situaciones y alcanzar un mundo mejor. Abrigamos la esperanza de que la vida puede ser totalmente distinta, más hermosa, más libre, más justa, más festiva… donde encontrar plenitud de vida.

El reino de Dios (gobierno de Dios) que encontramos en las páginas de los Evangelios no tiene nada que ver con ese mensaje descarnado, espiritualista, que tantas veces oímos desde muchos púlpitos. Mensajes para alienígenas, para personas que no viven la realidad de esta vida, mensajes carentes de empatía hacia los que sufren, los que caen, los infelices… Es verdad que vivimos en medio de una sociedad que parece vivir para el dinero, el trabajo, la salud, el éxito, el poder, el sexo…, lo cual se convierte en un dios. A veces, los “creyentes” muy poco podemos mostrar que anhele la gente común, salvo que, en medio de la misma tempestad que ellos, les mostremos que nada, absolutamente nada, puede arrebatarnos la paz y el amor que hemos recibido de Dios. La paz que “reine en nuestro corazón” será lo único que desearán tener también… ¡y ciertamente que lo desean! Lo que rechazan es otra cosa.

Aún no estamos “en el reino” (escatológico), el “ya pero todavía no” de los teólogos. Lo cierto es que este “reino” no elude las dificultades de la vida, el desempleo, la enfermedad, incluso la muerte, pero nos capacita para sobreponernos sobre todo eso. Podemos pedir a Dios porque cuide de nosotros, pero más aún debemos aprender a convivir con nuestras carencias, con nuestra enfermedad, con muestras dificultades. Jesús no vivió como un superhombre, imponiéndose a todo y sobre todo, sino conviviendo con su propia debilidad de ser humano, con el cansancio, la sed, el dolor, las lágrimas. Me temo que no enseñamos a nuestros feligreses a convivir con sus propias debilidades; antes bien fomentamos que, como niños perennes, papá Dios los vaya allanando el camino, sin tener en cuenta que cada día mueren casi 7 mil niños menores de 5 años en el mundo por desnutrición, y sabemos que Dios no va a hacer nada para evitarlo. Deberíamos reflexionar mucho antes de orar en los cultos de oración.

Emilio Lospitao