«He visto la aflicción de mi pueblo…»


Según un estudio publicado el pasado lunes 3 de febrero por la Comisión Europea, basado en una encuesta ciudadana y en análisis propios, España ocupa el tercer lugar en el ranking de corrupción de 29 países europeos, detrás de Italia y Grecia, con una percepción de corruptelas del 99% en Grecia, 97% en Italia y 95% en España. El país que figura con menos de esta percepción es Dinamarca, con solo el 20%. Para ilustrar la magnitud de este problema, el Ejecutivo comunitario cifra en 120.000 millones de euros el dinero que cuestan las corruptelas cada año en toda la UE. Actualmente, en España son más de trescientos políticos imputados en presuntos casos de corrupción. En la otra cara de esta moneda se encuentran las víctimas del debacle económico, con miles de familias puestas en la calle por desahucios, casi dos millones de familias con todos sus miembros en el desempleo, otros casi dos millones de niños con riesgos de desnutrición y la pérdida sistematizada de ayudas a las familias que tienen a su cargo a personas con algún grado de dependencia. La percepción generalizada, ante este desaguisado, es la impunidad que reina ante la corrupción y el trato desigual hacia los más débiles en los asuntos laborales y prestaciones sociales. Y no hablemos de las políticas en el terreno de la docencia, la sanidad y el estado de bienestar en general.

Ciertamente, ante esta realidad social y política española, como un colchón, desde los organismos no gubernamentales, como Cáritas o la Cruz Roja, así como desde los programas de ayuda (puertas abiertas) de la iglesias locales, tanto católicas como protestantes, además de los centros de otras religiones, se están supliendo algunas necesidades básicas de las personas más afectadas por la crisis provocada por los agentes financieros.

Dicho esto, se echa de menos la voz profética, unánime, de las Iglesias en general, denunciando no solo la corrupción sino las injusticias de las cuales son víctimas las personas más desfavorecidas material y socialmente. La Iglesia Católica en España parece estar más preocupada por los asuntos del sexo (divorcio, aborto, homosexualidad…) que por los problemas sociales. Lo más directo y claro que hemos oído ha venido de Roma, por boca del papa Francisco, que no ha dudado en llamar “usureros” a los banqueros y calificar sin temor de “asesinato” al trato inmisericorde con los sin techo e inmigrantes ilegales. En general, las Iglesias Evangélicas, como la Católica, parecen estar más preocupadas en “salvar las almas” de los españoles que sus cuerpos, sus necesidades materiales, su dignidad como personas físicas.

El Dios de la Biblia, que decimos predicar, es un Dios que está atento al sufrimiento de los oprimidos, es un Dios que libera de las cadenas, no solo de las espirituales, sino de las existenciales, las materiales originadas por la desigualdad institucionalizada que imponen los poderosos de este mundo. “He visto –dice Dios a Moisés– la aflicción de mi pueblo que está en Egipto, y he oído su clamor a causa de sus exactores; pues he conocido sus angustias” (Éxodo 3:7). La globalización ha convertido el planeta en un “Egipto” y a todos los oprimidos en el pueblo de Dios, “todas las almas son mías” dice en Ezequiel 18:4. Pero Dios no tiene otras manos y otras bocas que las nuestras.

Emilio Lospitao