«De cierto, de cierto te digo, que el que no naciere de nuevo…» (Juan 3:3-8).


Solemos identificar, con una serie de textos hilvanados, el reino de Dios con la iglesia, y la iglesia con el reino de Dios. Y poco más. Pero el hecho de que la iglesia sea testigo del reino, y se identifique con él, no significa que sea el reino. Nos explicamos.

El “reino” de Dios significa el “reinado” de Dios; y este reinado tiene que ver más con el ser, el vivir, que con el estar. El reino de Dios que enseña Jesús en los Evangelios no era una institución (como lo es la iglesia), sino una forma de vivir, una manera de ser (“mas no será así entre vosotros…” -Marcos 10:37-44; etc.). Este reino de Dios no se ve, excepto por los frutos que produce; como tampoco vemos la luz salvo por los objetos iluminados por la luz, “porque el reino de Dios no es comida ni bebida, sino justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo” (Romanos 14:17).

El que no naciere de nuevo, “no puede ver” el reino de Dios

Esto dijo Jesús a un jerarca religioso judío. No obstante de que este jerarca, Nicodemo, vivía expectante de dicho reino, Jesús le dijo que si no nacía de nuevo no podría ver el reino de Dios. No se trataba de adquirir alguna erudición teológica especial, o cultivar más sus conocimientos intelectuales o filosóficos. Se trataba de enfocar la espiritualidad de una manera distinta, de liberarse del corsé de los prejuicios, de erradicar los conceptos errados… Las parábolas de Mateo 13 es una buena ilustración de lo que significa el reino de Dios, o el «reino de los cielos», como gusta decir este evangelista.

Según Jesús, para poder “ver” (entender) la naturaleza de ese reino, necesitaba “nacer de nuevo” (cambiar los modelos de pensamiento) tanto él –que era un maestro de Israel– como el ignorante de cualquier aldea; tanto el fariseo más estricto de la ley como el publicano más extorsionador; tanto la prostituta (o prostituto) como el que se jactaba de guardar todos los puntos de la ley. Es decir, para poder “entender” ese reino era necesario antes alcanzar a percibir las cosas desde una perspectiva diferente. 

Para Jesús, el punto esencial de ese nuevo nacimiento radicaba en un cambio radical de la mente, que no tenía nada que ver con ritos religiosos. El nuevo nacimiento al que parece referirse Jesús era más bien a la actitud de «volver en sí» del hijo pródigo (Lucas 15:17); el discernimiento del escriba acerca de la superioridad del amor a Dios [«con todo el corazón, con todo el entendimiento, con toda el alma, y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo»] sobre el cumplimiento ritual de «todos los holocaustos y sacrificios”… (“No estás lejos del reino de Dios”- Marcos 12:33-34). Nacer de nuevo era “caer en la cuenta” (¡aun siendo ya cristiano!) de que también los gentiles eran objeto del amor de Dios (Hechos 10:28; 11:18). Es decir, el nuevo nacimiento no es una acción estática en el tiempo y materializada a través de un rito (el bautismo), sino una acción dinámica continuada en el tiempo. Nacer de nuevo es la apertura mental y espiritual… en el día a día, para comprobar “cuál sea la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” por medio de la renovación del entendimiento (Romanos 12:2). 

De agua y del Espíritu

Aun cuando este “agua” se refiera al bautismo, éste no es más que una formalidad que da cuenta simbólicamente del cambio (mental, moral, espiritual) del cual ha sido objeto la persona que ha creído. «Lo que es nacido de la carne [lo genealógico, lo físico, lo ritual…] carne es». Pero «lo que es nacido del Espíritu [la renovación de la mente, de la vida…] espíritu es». Y esta acción del Espíritu Santo ocurre sin saber cómo sucede… «el viento sopla de donde quiere, y oyes su sonido; mas ni sabes de dónde viene, ni a dónde va». Este es el meollo de la conversación de Jesús con el maestro de Israel. 

Emilio Lospitao