Tú, pues, ¿qué dices? (Juan 8:1-11)


No es la primera vez que escribimos sobre este texto. Lo hemos hecho desde diferentes perspectivas. Por otro lado, no podemos abstraernos de repetir lo siguiente: éste es un texto “errante”. En los múltiples manuscritos que tenemos del Nuevo Testamento, concretamente de los Evangelios, este relato figura en diferentes lugares y Evangelios. Los especialistas creen que antes de ubicarse definitivamente en el Evangelio de Juan, peregrinó como relato suelto e independiente. La cuestión es que nos ha llegado “a pesar de” los moralistas de siglos posteriores.

En esta ocasión queremos detenernos en la parte del relato que define el perfil de los acusadores. Éstos presionaban a Jesús insistiendo en lo que decía la Escritura, según la cual Moisés había mandado “apedrear a tales mujeres” (¡Y era verdad – Levítico 20:10).

Aunque los acusadores, según el autor del texto, buscaban una excusa para ridiculizar, o peor, socavar la autoridad de Jesús (“mas esto decían tentándole, para poder acusarle” – v. 6), lo cual pone en evidencia la maldad que cobijaban en sus mentes, lo cierto es que su apariencia no sería la de unos energúmenos encolerizados, sino la apariencia de personas piadosas y celosas de que la Palabra de Dios prevaleciera. Se dirigían al Maestro con palabras suaves, no exentas de una mística sobreactuación: ¡eran religiosos! Ya conocemos la respuesta de Jesús. Y con ella logró no sólo salvar a la mujer de ser lapidada, sino poner en ridículo a aquellos “hacedores de la ley”. 

¿Qué hay detrás de este relato?

Primero, que una cosa es la legalidad y otra cosa es la justicia. La legalidad está representada por las teorías de los acusadores: ¡Había que lapidar a la mujer porque así lo decía la Escritura! La justicia está representada por la actitud de Jesús ante tales teorías legales, que salvó a la mujer de la muerte (¡aunque fuera una adúltera!). Segundo, este relato es una evocación de la doctrina sobre Ley y la Gracia, la cual desarrolló apasionadamente el Apóstol de los gentiles. Desde el planteamiento teológico de la Gracia —y este relato de Juan como fondo—, todos somos “adúlteros”. La Ley exige nuestra lapidación (Romanos 3:9-10). Pero era justo perdonar a aquella mujer, darla otra oportunidad. Jesús había venido, no para juzgar, condenar, quitar la vida, sino para salvar, para dar vida. En Cristo, Dios decidió “indultarnos”, y de este indulto, además de no merecerlo (la Ley), ninguno estamos sobrados: lo necesitamos. 

La pregunta, ignominiosa, de los escribas y fariseos, resuena en los labios de muchos escribas y fariseos actuales, que con la Biblia en la mano, señalando textos bíblicos, siguen interpelando: “Tú, pues, ¿qué dices?” La cuestión es que quien siga la actitud de Jesús, será señalado con el dedo y acusado de no ser “bíblico”.

Emilio Lospitao

Autor: elospitao

Inquietud intelectual desde niño