¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas…! (Mateo 23:37)


Este sombrío lamento en boca de Jesús evoca dos exclamaciones más suyas, estrechamente relacionadas: una en Getsemaní, bajo la tenue luz de una Luna llena: “Padre, si quieres, pasa de mí esta copa…” (Luc. 22:42), la otra agonizando en la cruz: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (Mar. 15:34).

Una tercera evocación la encontramos en Lucas 13:33, procedente de la fuente “Q”: “… porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén”.

Posiblemente esta expresión fuera una cantinela que venía de muy atrás en la historia de Israel. Casi todos los profetas se enfrentaron con el poder político y religioso de Israel. El resultado de dicho enfrentamiento fue, sistemáticamente, la cárcel e incluso la muerte. Fue de tal manera así que la historia daría cuenta de ello mediante la matraca “porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén”. Y Jesús la utilizó. El dramatismo de la afirmación lucana, “Cuando se cumplió el tiempo en que él había de ser recibido arriba, afirmó su rostro para ir a Jerusalén” (Luc. 9:51), radica en que Lucas anticipa al lector atento qué ocurrirá en Jerusalén. Era el último viaje que Jesús haría a la capital del reino judío. A esa altura de su ministerio Jesús sabía lo que podría ocurrir. Son muy verosímiles los avisos programáticos de Marcos: “He aquí subimos a Jerusalén, y el Hijo del Hombre será entregado…” (8:31s; 9:30s; 10:32s). 

Decir, simplemente, que Jesús “tenía que” morir (¿para salvar nuestras almas e ir al cielo?) es saltarse olímpicamente la biografía histórica de Jesús, subvalorar la confrontación con los poderes religiosos y políticos que originó su ministerio, e ignorar el alcance político-social del “reino de Dios”  que proclamaba. Históricamente hablando, los poderes institucionalizados (Roma y el Sanedrín judío) lograron sus propósitos: matar al profeta. Los profetas, todos los verdaderos profetas (¡y Jesús lo fue!), molestan, porque denuncian a los poderes que deshumanizan y alienan a las personas. Pero Jesús de Nazaret –como todos los profetas que fueron silenciados, encarcelados y asesinados– triunfó en su muerte mediante su testimonio. Los profetas dejaron sus mensajes de protestas y sus vidas como ejemplos para la posteridad. Del ejemplo de Jesús surgieron seguidores dispuestos a ofrecer sus vidas y sus ideales por el reinado de Dios que había predicado.

“Jerusalén”, o sea, los “nuevos centros de poder institucionalizados”, seguirán silenciando, encarcelando y matando a los profetas; pero con ello sólo desparraman sus semillas en tierra siempre fértil.

Emilio Lospitao

¿Postmodernidad?


Por “posmodernidad” se entiende un periodo histórico, cultural, artístico… que sucede a otro denominado “modernidad”. El teólogo católico Hans Küng usa el término “paradigma” para estudiar las diferentes etapas de la historia de la Iglesia (Hans Küng, “Cristianismo”, Trotta). El historiador, por simple pedagogía, se esfuerza por delimitar estos “paradigmas” con acontecimientos datados de la historia; paradigmas que cabalgan en el tiempo superando periodos de la historia misma. Distinguir y poner nombre a estos paradigmas, ciertamente, facilita la tarea al doncente. Visto así, la “posmodernidad” no es otra cosa que la Modernidad que avanza abriendo nuevos horizontes en las diferentes áreas del pensamiento humano (filosofía, ciencia, tecnología, teología…).

En el siglo XVI (Erasmo), pero sobre todo en el XVII y en el XVIII –gracias a la Ilustración–, se inició lo que hoy conocemos como “Crítica bíblica”, que, como ciencia, nunca antes se había desarrollado. Antes de la “detonación” que impulsó la Ilustración (Copérnico/Galileo= heliocentrismo), todo se daba por sentado. En la Baja Edad Media (¡otro paradigma!), con recelo, ya se había aceptado la ciencia aristotélica, desde la cual se explicaba el mundo cosmológica y cosmogónicamente, cuya explicación concordaba perfectamente con los postulados de la Biblia (el mundo simbólico de la Biblia es geocéntrico). Pues bien, la Ilustración –que arrancó desde la tesis heliocéntrica, y con ella dio comienzo la ciencia moderna–, obligó a los exégetas y teólogos cristianos (católicos pero también protestantes), a examinar la exégesis bíblica y los conceptos teológicos que se habían mantenido de manera axiomática hasta entonces. Esta tarea, que comenzó en el siglo XVI con Erasmo de Róterdam (y luego la Alta Crítica), aún continúa, es imparable y no se debe detener por el bien del testimonio cristiano (¡a pesar del fundamentalismo!).

El aspecto emergente más importante –en lo que concierne a la Crítica bíblica (Exégesis/Teología)– es la filosofía hermenéutica que se esfuerza por explicar dialécticamente la tensión entre la ciencia (moderna) y los postulados bíblicos. Una dialéctica del lenguaje teológico mismo (anclado en el mundo simbólico geocéntrico) y de los conceptos teológicos, algunos de ellos sujetos a una hermenéutica obsoleta de la misma naturaleza que la del lenguaje. Es decir, el meollo de la cuestión es la hermenéutica, la contextualización en todos los niveles.

Aunque no resulte academicamente ortodoxo: la Modernidad no ha pasado; fue un proceso científico-cultural que comenzó en el siglo XVI, ha cubierto diversas etapas, todas progresivas (y progresistas), y seguirá cubriendo y superando otras etapas más, sin duda con otros nombres. La cuestión es que ciertos sectores del cristianismo (¡también y especialmente Evangélicos!) todavía no han asimilado este proceso. Se han quedado petrificados en el pasado y han decidido tirar hacia delante haciendo caso omiso a los descubrimientos que se han producido en todos los campos del conocimiento humano, tanto en las diferentes displinas de la Ciencia como en las ciencias bíblicas mismas, a raíz de aquellas. Si el movimiento cultural que desembocó en la Ilustración y en la Modernidad fue un huracán, éste aún continúa activo.

Emilio Lospitao