He aquí, nosotros lo hemos dejado todo… (Marcos 10:28)


Son palabras del apóstol Pedro. La unidad literaria completa se halla en 10:17-31. El contexto inmediato de este comentario de Pedro es el incidente llevado a cabo entre Jesús y un joven rico que vino a preguntarle qué debía hacer para heredar la vida eterna. Puesto que el joven además de rico era religioso (observaba al pie de la letra “los mandamientos”), Jesús le pidió que vendiera todas sus posesiones y le siguiera. El joven, dice Marcos (y par), “afligido por esta palabra, se fue triste, porque tenía muchas posesiones” (v 22). Jesús se quedó mirándole con ternura y comentó cuán difícil le era entrar en el reino a los ricos que confían en sus riquezas. Pedro no tardó nada en decir que ellos (los discípulos) lo habían dejado todo por seguirle (ver Mar. 1:16-20). 

En el fondo de este episodio, y del comentario de Pedro, subyacen los dichos de Jesús respecto a la radicalidad de su llamamiento. Un llamamiento que conllevaba un cierto e inevitable desarraigo social y familiar. Dejar todo significaba dejar casa y familia, de ahí el dicho “si alguno viene a mí, y no aborrece a su padre, y madre, y mujer, e hijos, y hermanos, y hermanas, y aun también su propia vida, no puede ser mi discípulo” (Luc. 14:26). Cuando algunos pidieron seguirle, Jesús no les llevó a engaño: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; y tú ve, y anuncia el reino de Dios”, fue la respuesta a uno que quería enterrar primero a su padre (Luc. 9:60). La propia paternidad no es deseable según se desprende del dicho sobre aquellos que se habían privado de la capacidad de engendrar por causa del reino de Dios (Mat. 19:12). Jesús da prioridad a la nueva familia del reino sobre la familia carnal: “¿quién es mi madre y mis hermanos? Y mirando a los que estaban sentados alrededor de él, dijo: He aquí mi madre y mis hermanos” (Mar. 3:33-34). 

Que estos dichos radicales de Jesús tenían una base histórica existen dos evidencias. Primera, el hecho de que se escribieran unos cuarenta años después de haber sido dichas. No se hubieran escrito si no hubiera sido una práctica conocida y refrendada en la época de los escritores. Segunda, en los días que se escribe la Didaqué (contemporáneo de los Evangelios) los misioneros carismáticos observan ese estilo de vida itinerante y desarraigado de su familia. 

No obstante, si bien esos dichos radicales del seguimiento están dirigidos especialmente a los enviados (apóstoles) y misioneros carismáticos en la Palestina del siglo primero: “Y les mandó que no llevasen nada para el camino, sino solamente bordón; ni alforja, ni pan, ni dinero en el cinto”, etc. (Mar. 6:8), el espíritu de la letra abarca de manera general a todos los discípulos, porque en algún momento, aunque sea excepcionalmente, el discípulo se verá interpelado por dichas exigencias. 

El “lo hemos dejado todo” de Pedro se sintetiza en una palabra: compromiso. El discipulado cristiano se caracteriza por el compromiso. El compromiso allí donde la vida nos pone: en las responsabilidades domésticas, en el trabajo remunerado, en el ocio…

Emilio Lospitao

«Mas no sabía que era Jesús» (Juan 20:14)


Las lecturas evangélicas de la resurrección de Jesús resultan problemáticas cuando desde ellas se intenta componer una “fotogalería” de la resurrección o de la breve agenda de las apariciones a los discípulos. De hecho, la resurrección física de Jesús es uno de los problemas no menores de los exégetas y teólogos de todos los tiempos. Los relatos de los evangelistas son discordantes, a veces contradictorios. Sin embargo, la fe del cristianismo primitivo se fundamentó precisamente en la resurrección de Jesús (Hechos 2:30-36; 1 Cor. 15:3-8; etc.). Hasta hubo, en sus orígenes, una apología basada en la tumba vacía, incluso que los judíos difundían el bulo que los discípulos habían robado el cuerpo para justificar la tumba vacía (Mateo 28). En cualquier caso, es la naturaleza de la resurrección de Jesús lo que les resultó problemático a los evangelistas a la hora de presentar la “agenda fotográfica” de las apariciones. 

Se han ofrecido muchas explicaciones al hecho de que, según algunos relatos, los testigos no reconocieran a Jesús resucitado. Uno de estos relatos es el de los “dos” discípulos del camino de Emaús (Lucas 24:13-35). En este caso fue el “gesto” de partir Jesús el pan lo que les permitió a estos discípulos entender (“ver”) que él era Jesús. En otro relato los discípulos tienen que cerciorarse que no se trataba de un “fantasma”, sino del propio Jesús “viendo” como el Resucitado degustaba parte de un “pez” (Lucas 24:36-43). Cuando tomamos nota de los detalles de estos relatos evangélicos acerca de la resurrección de Jesús, lo importante son los gestos simbólicos, los cuales son más importantes que la propia historiografía de la resurrección. Aparte de estos gestos simbólicos, los relatos, desde una consideración racional, crea muchos problemas. ¿Cómo es posible que Jesús invite a Tomás meter sus dedos en las heridas de los clavos como muestra de que no es un fantasma, es decir, que era realmente el que había sido muerto y sepultado, y, a la vez, pueda ese mismo cuerpo atravesar las paredes, pues entró en el recinto con las puertas cerradas? 

En el fondo, lo que desearon comunicar estos testigos de excepción –ante la realidad histórica de la pasión, muerte y sepultura de Jesús– es que Él seguía vivo. Le experimentaron vivo tanto en su experiencia personal como en la experiencia de la comunidad naciente. De tal manera experimentaron al Jesús vivo, que le proclamaron como Aquel a quien –aun muerto y sepultado– al tercer día Dios le resucitó. El libro de Apocalipsis es una apología fundamental del Cristo vivo. Fue su trascendencia a la muerte lo que dio a la primera comunidad testificante el brío para la proclamación de la Buena Noticia. El evangelio (buena noticia), no es sólo la proclamación de una verdad, es la proclamación de una persona: Jesús el Cristo. Un Cristo al que los discípulos fueron desvelando, reconociendo, con los ojos de la fe, y sólo de la fe.

Emilio Lospitao