«Ni en este monte ni en Jerusalén» (Juan 4:21)


Sobre esta perícopa del Evangelio de Juan se han hecho muchos comentarios y algunos muy novedosos y significativos. El más conocido y tradicional, ajeno a la crítica literaria y teológica, es el que proporciona el texto llano. Jesús se encuentra con una mujer junto a un pozo, dialoga con ella hasta el punto de hablar de la intimidad de la mujer (“llama a tu marido”) y llegan al culmen de la charla: dónde había que adorar a Dios. La mujer era samaritana, y enseñada desde su infancia creía que el lugar correcto para adorar a Dios era el monte Gerizim, en Samaria. Los judíos, que no se llevaban bien con los samaritanos desde hacía siglos, repetían una y otra vez que el lugar correcto era el templo de Jerusalén. Y en este contexto del diálogo Jesús dice las palabras de nuestro título: “ni en este monte ni en Jerusalén” (leer 4:1-42). Posiblemente no están mal encaminados los exégetas que ven en este relato, si tiene base histórica, algo más profundo que la vida de una mujer, sobre todo si leemos el texto desde la comunidad de Juan y en el contexto histórico en que se escribe. Pero esta otra visión del texto lo dejamos para otra ocasión.

Una deducción podemos sacar del texto: ni a los dirigentes religiosos samaritanos, ni a los dirigentes religiosos judíos, les debió gustar esta declaración de Jesús (según la comunidad joánica). Esta declaración de Jesús venía –viene– a decir que para adorar a Dios no hace falta ni “lugares altos” (los montes eran lugares sagrados), ni templos de ninguna clase ni en ningún lugar. No sabemos cómo les sonará esta declaración a los dirigentes religiosos actuales, de cualquier denominación cristiana. Jesús anticipa un nuevo paradigma religioso, personal, espiritual, del corazón, auténtico, universal, abierto, compartido… sin necesidad de lugares sacralizados, sean del tipo que sean. Esta significación, no obstante, no impide que se construyan lugares de reunión donde adorar a Dios, incluso catedrales con vidrieras. Pero cuando la adoración depende o necesita de estos lugares como una necesidad, se ha subvertido el sentido de la verdadera adoración. De hecho, la casa (el hogar) fue el lugar habitual y primero de las reuniones del cristianismo primitivo. 

Siempre habrá cristianos ricos y pobres. Esto quiere decir que los primeros podrán disfrutar de lugares suntuosos, confortables, para sus servicios religiosos (calor en invierno y fresco en verano). Bendito sea Dios. Y quiere decir que los segundos sólo disfrutarán de la intemperie, cuando el tiempo lo permita, para hacer lo mismo. Bendito sea Dios. 

Emilio Lospitao

Autor: elospitao

Inquietud intelectual desde niño